Aviones

A mi viejo lo empezamos a perder casi un año antes. Porque fue a principios de ese año, hace ya diez, que comenzó su periplo cíclico de internaciones cada quince o veinte días. Lo pasó siempre postrado, un tiempo en casa, otro en un geriátrico donde podían controlarlo mejor, y en diversas habitaciones del sanatorio local.
Diez años en diciembre, la pucha. Una década. Cuando el final llegó, quedaban pocas lágrimas. Las habíamos llorado de a poco, durante todos esos meses previos. Fue, de alguna manera, saber que su cuerpo ya no sufría. La lucidez lo había dejado de acompañar mucho antes. Es triste la vida, claro que sí.
Es difícil que escriba o me refiera a él, pero me acompaña siempre. En situaciones, recuerdos, enseñanzas, contrariedades, en fin, en muchas cosas.
Pienso en el hecho que Jazmín jamás conocerá a su abuelo paterno. Que sí, seguramente lo hará a través de viejas fotografías, palabras nuestras, pero solo eso, como yo conocí a los míos por parte de mi viejo, fallecidos muchísimo antes que yo llegara al mundo.
Pero más pienso en la circunstancia imposible, en la conjetura inútil, de imaginar cómo hubiese sido la relación entre ellos. Mi viejo, tímido para el afecto, al menos en la demostración física, con la pequeña Jazmín. Y si bien lo tendría que imaginar con la edad real que hoy tendría, lo veo más joven, aún de pie, lucido e inteligente, derrotado ante el avasallamiento de su nieta, rendido ante su risa y riendo con ella, tomándose de la panza, como solía hacer, jugándole alguna broma inocente mientras le habla de aviones y le muestra muchas de sus réplicas a escala (que a pesar de haber sido destruidas por nosotros, sus hijos, torpes en sus juegos, mágicamente están ahí, en manos de mi niña).
¿Estará de algún modo presente? Me asalta la duda. Porque Jazmín cuando escucha un avión o helicóptero en los aires, esté donde esté, reclama al borde de la histeria que la lleven dónde pueda observar el cielo. Y qué alegría cuando sus ojitos descubren la figura en lo alto.
Nació de ella, y se mantuvo con el tiempo, por el afán nuestro de seguirle el juego. Cada tanto me pregunto si las casualidades son parte de un todo… pero son tonterías mías. No conoce a su abuelo. No sabe cuánto amaba la aviación.
También me pregunto si alguna vez dejará de interesarse por los aparatos voladores.
Quizá si, quizá no.
Por lo pronto, yo corro con ella en brazos para no dejarla sin el espectáculo. Y si, no lo voy a negar. También espero ver alguna señal, algo, lo que sea, que me diga que está ahí.
Por instantes siento que en mis brazos hay parte de eso que busco. Algo de mi viejo, del Toto, sobrenombre por el que nunca lo llamé, pero que en este tiempo de ausencia incorporé con fuerza a su recuerdo.
Diez años en diciembre. Me sale escribirlo hoy, porque sé que cuando el aniversario se cumpla, no voy a tener el valor para hacerlo.

Una luz

Cuando el teléfono sonó, pensó que era parte del sueño. Sin embargo, abrió los ojos y en la penumbra de su habitación siguió escuchando el sonido. Tanteó la mesa de luz y tomó su celular. Las tres de la madrugada. La que llamaba era Mabel, su mejor amiga.

La atendió aún aturdida.

–          ¡Ana, tenés que venir a casa, rápido! ¡No lo vas a creer!

No le dio tiempo ni a recordarle la hora que era. Mabel cortó. Ana se sentó en la cama y sopesó las posibilidades. Volver a acostarse; levantarse, ir al baño y volver a acostarse; levantarse, ir al baño, cambiarse y salir para la casa de Mabel.

Cinco minutos después la brisa fresca de la noche golpeaba su rostro, ayudándola a despertarse del todo, mientras pedaleaba con esfuerzo para acortar las quince cuadras de distancia que la separaban con su amiga.

Conocía bien a Mabel. Si no iba, en una hora iba a estar llamándola otra vez. ¿Qué sería esta vez? Ana repasaba mentalmente los últimos dos llamados imprevistos de su amiga. La vez que sin querer decapitó a su conejo al querer usar la bordeadora de césped con la tanza mal colocada y cuando se incendió el cabello tratando de sellar las puntas de una trenza. Claro que ambos llamados habían sido en un horario más acorde.

No estaba muy lejos de la casa de Mabel cuando vio las luces. Eran cuatro, de tonos azules a verdes, casi pasteles, que se movían en el cielo. Parecían danzar en círculos, para luego desarmar la formación, ir de un lado a otro como en un ataque de locura y finalmente, retomar esa forma circular en la que iban rotando lentamente.

Supo que estaban encima de la casa de su amiga antes de llegar a ella. E incluso sabía, de antemano, que Mabel estaría en el techo, fotografiando cada movimiento.

Dejó la bicicleta en un pasillo que llevaba al patio y corrió hacia la escalera. El techo era un lugar muy especial para ellas. Se quedaban horas hablando, recostadas, mirando las estrellas, o las nubes, según la hora del día. En la privacidad de ese lugar, se habían confesado infinidad de cosas. Allí arriba se sentían más seguras que en ninguna otra parte.

Ana subió los escalones de a dos, cuidando de no pisar mal y al mismo tiempo, de no perderse el armonioso movimiento de las luces. Encontró a Mabel mirando hacia arriba, embelesada.

–          ¿Qué son?

Mabel le sonrió, pero no le contestó. Tampoco lo sabía Ana se puso a su lado, sin dejar de mirar hacia el cielo.

–          Primero pensé que estaba soñando. Luego me di cuenta que eran de verdad. Creo que son ovnis.

A Ana le recorrió un escalofrío por el cuerpo. Se dio cuenta que salió desabrigada. Pero no era por eso. Pensó en drones. En que alguien del barrio debía estar jugándoles una broma o peor aún, espiando a su amiga. Instintivamente miró a su alrededor. Desde el techo podía verse toda la calle. La mayoría eran casas bajas. La iluminación del alumbrado público era escasa, pero permitía una visión clara.

–          Mabel, ¿no deberíamos llamar a la policía? Mirá si es algún loco…

–          ¡Mirá! ¡Mirá!

Mabel la zamarreó de un brazo con entusiasmo y Ana se vio obligada a volverse otra vez hacia las luces. Quedó con la boca abierta. Las cuatro luces se estaban acercando entre sí, convirtiéndose en una sola. El resplandor se volvió tornasolado, casi enceguecedor. Ana sintió que cada extremidad vibraba. Por un instante creyó, también, que su cuerpo se elevaba del suelo. Mabel comenzó a agitar sus brazos, tratando de llamar la atención de la luz. Ana quiso detenerla, sin saber muy bien por qué.

Sobre sus cabezas había una sola bola enorme de luz. La noche desapareció de sus ojos. Aquel brillo era tan fuerte que no había lugar para las sombras. De pronto la intensidad aumentó de tal manera, que Ana no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos y apretarlos con fuerza, porque incluso así la luz parecía penetrar con fuerza bajo los párpados.

Cuando los abrió, otra vez estaba la noche. El cielo negro, claro, sin nubes, repleto de puntos pequeños, con un brillo humilde, lejano, distante, pertenecientes a estrellas a millones de años luz. Respiró hondo. La gran bola de luz ya no estaba. Las luces de colores se habían ido.

Le tendió la mano a su amiga, pero el movimiento pasó de largo, sin toparse con nada. Giró su cabeza y descubrió que era la única persona sobre el techo.

–          ¿Mabel?

La buscó con la mirada. Luego, asustada, corrió hasta los extremos del techo, temerosa de encontrarse, tres metros y medio más abajo, con el cuerpo de su amiga. Pero no estaba en ninguna parte. Bajó corriendo las escaleras y fue directo al interior de la vivienda, por la puerta trasera, que estaba abierta. Corrió por el pasillo, a oscuras, sin que le importara despertar a los padres de Mabel. Llegó hasta la habitación y abrió la puerta. Estaba vacía. La cama tendida con suma prolijidad.

Escuchó ruidos a sus espaldas.

–          ¿Ana?

La madre de Mabel se llevó las manos al pecho, asustada. Al ver a Ana se serenó. La tomó de la mano y la llevó hasta la cama.

–          ¿Estás bien, querida? Nos asustaste. Ay, mi amor. Sabemos que te duele tanto como a nosotros, pero tenés que empezar a recordarla y saber que ya no va a volver. Vení, vení, dame un abrazo.

Ana se vio envuelta por los brazos por la mamá de Mabel y entonces lo recordó. El velorio, el cementerio, el llanto incontenible durante días, meses. Se puso a llorar con fuerza.

–          ¿Y las luces? ¿Dónde fueron las luces?

–          Ana, mi amor. Ella ahora es una luz. Una hermosa luz que brilla en nosotros. Ay, Dios… era una hermana para vos. Cómo duele, por favor. ¿Roberto, estás ahí? ¿La llevarías hasta la casa? Mirá cómo está… mi cielo. Mirá cómo está.

Ausencia (ilustrado por Esteban Porrini)

Cuando al viejo Anselmo dejamos de verlo por el barrio sospechamos que se había ido a vivir a otra parte. Porque el viejo siempre renegaba de la ciudad, del clima de la zona, de los malditos inspectores que no lo dejaban trabajar en paz.

Su figura encorvada, mal vestida, de paso cansino, empujando siempre el mismo carro de enormes ruedas de metal oxidadas, era una imagen habitual en nuestras calles. Y su silbido, tan particular, cruce de jilguero y pato atragantado, era un sonido que nos hacía saber que rondaba cerca.

Y a pesar de estar siempre refunfuñando, lo queríamos. Escuchábamos cómo despotricaba y se quejaba de absolutamente todo, mientras le acercábamos cartones, que tan rápido como los recibía los arrojaba dentro del carro, y muchas veces, comida o algo de dinero.

El viejo jamás te daba las gracias. Al menos no con palabras. Pero la veías implícita en la forma en que sus ojos te miraban. Y qué mejor agradecimiento que aquel que te devuelve un brillo tan genuino.

Su piel tenía el color cobrizo que los años expuestos al sol habían tatuado para siempre. El cabello ralo y escaso parecía flotar de formas extrañas. Era blanco como la barba, aunque ésta algo amarillenta alrededor de la boca, a causa del tabaco que jamás le veíamos fumar, pero que evidentemente lo acompañaba en los momentos que nos eran ajenos.

Porque, pensándolo bien, de Anselmo conocíamos poco y nada. A veces arrancaba a contar algo personal, de una hija o de un hijo, alejado, cómo él decía, pero luego callaba abruptamente y se perdía en sus cartones, como si la mirada férrea en el corrugado le devolviese los pies al presente, a su realidad, a la inequívoca certeza de que lo pasado pisado y sin más, cambiaba de tema, o arrancaba a quejarse de algo que le había pasado la noche anterior.

Sabíamos que se llamaba Anselmo, que vivía en el otro extremo de la ciudad, cerca de las vías (o lo suponíamos, porque las quejas del tren que ya no pasaba eran muy seguidas) y que juntaba cartones. Algunos aseguraban que estaba casado, otro que era viudo, que tenía hijos, que en realidad eran sobrinos, que lo inventaba todo, que había sido carnicero, que jugador de fútbol, que era uruguayo… sabíamos mucho de nada.

Teníamos, sin embargo, la tranquilidad de verlo. Y digo tranquilidad, porque su imagen yendo y viniendo, nos daba eso. La seguridad de que los días transcurrían, de que la vida iba hacia delante, y que Anselmo pasaba silbando a su manera, como una señal de que las cosas marchaban bien, de la misma manera que el sol salía cada mañana y la noche caía después del atardecer.

La sospecha de su mudanza nos duró poco, porque en breve comenzamos a tejer hipótesis sobre su salud. ¿Y si le había pasado algo? ¿Alguien había notado algo? ¿Había comentado con alguno si se sentía mal? Nos cruzábamos en las esquinas con los semblantes preocupados.

A los pocos días el malestar se hizo general. Éramos dueños de tantas teorías y ninguna certeza que la angustia nos carcomía por dentro y nos desfiguraba por fuera. Nuestros pensamientos giraban en torno al viejo. A tal punto, que estando varios en el almacén de Carlota, decidimos hacer una reunión barrial en la plaza el sábado siguiente.

No faltó nadie, ni siquiera Higinio, que era sordo, pero que igual se había acercado con una silla de respaldo de mimbre, para no perderse nada de lo que pasaba.

Hablamos todos, mostrando preocupación, tratando de recordar, interrogándonos unos a otros, buscando de hacer memoria sobre quién y cuándo lo había visto por última vez. Que Pedro en la esquina de su casa, que Elvira cerca de la escuela, que Fulano allá, que Mengano acá. No había manera de ponernos de acuerdo. Ni siquiera del día. Porque había veces que pasaba silbando a diario, y otras, que espaciaba sus visitas día por medio. ¿Y entonces, dónde iba cuando no venía? ¿Dónde ocupaba su tiempo? ¿Cómo es que no lo sabíamos? Nos sentimos culpables de esa ignorancia. Nos pusimos melancólicos y comenzamos a narrar anécdotas o encuentros con el viejo.

Una historia tras otra, algunas más felices, otras más tristes, nos empezamos a relajar, a sonreír, a soltar una lágrima. De alguna manera, nos sentimos mancomunados. Estábamos todo allí, en torno a un mismo recuerdo. Don Anselmo nos enlazaba a todos. Nos hacía fuertes, de la misma manera que la incertidumbre por su ausencia nos quebraba de un solo cachetazo.

¿Era acaso el viejo tan solo un simple cartonero renegado que silbaba mal? ¿O se había convertido en un corazón que bombeaba una energía invisible en nuestras vidas?

Nos pusimos en campaña para ubicarlo. Llamamos a hospitales, clínicas, refugios, centros comunales, recorrimos la zona en auto, bicicleta, a pie. Pusimos carteles en los postes de la luz. Fuera de nuestro barrio, nadie conocía a Don Anselmo. Ni siquiera en la zona de las vías. Visitamos basureros, centros de reciclaje de cartón. Hablamos con otros cartoneros. Ninguno reconocía la descripción que hacíamos del viejo. Caímos en la cuenta, tarde, que no teníamos una sola fotografía de él para mostrar. Nadie en el barrio lo había fotografiado jamás.

Durante meses buscamos inútilmente. Solo nos reconfortábamos al hablar de él, de los recuerdos que nos traía evocarlo. Le hicimos una placa en granito que colocamos en la plaza con la esperanza de que algún día volviera y se alegrara al verla.  Algunos dejaban flores durante las noches. El insomnio nos encontraba merodeando por las calles, perdidos, mirando el horizonte, las esquinas, creyendo escuchar el silbido que no era, viendo siluetas de un viejo tirando un carro que no eran otra cosa que sombras proyectadas por árboles morbosos que jugaban con nuestros deseos.

Nos resignamos a perderlo, a dejarlo ir. A entender que su ausencia dejaba al descubierto necesidades que hasta entonces no habíamos tenido en cuenta. Desde entonces los vecinos estamos más unidos que antes. Como si fuéramos una gran familia. Es extraño, pero todo sucedió a partir de la pérdida de esa presencia cotidiana en nuestras calles.

Cada tanto, alguien se atreve a preguntar en voz alta lo que otras personas pensamos, si es que acaso Don Anselmo realmente existió, si no fue acaso producto de una imaginación, un fantasma colectivo difícil de explicar.

La placa con su nombre en la plaza tiene flores frescas todos los días. Y no es extraño creer escuchar su silbido a lo lejos, aunque termine siendo siempre otra cosa. Cientos de veces hemos corrido a la vereda con el corazón en la boca, para encontrarnos con la calle vacía. Pero al darnos vuelta, vemos a otros repitiendo nuestros gestos, con esa esperanza latente en los ojos. Y nos reconocemos, sonreímos y volvemos a lo nuestro. Pero alegres, felices. Porque, aunque no lo vemos, Don Anselmo sigue estando. Es parte de uno. De todos.


Ilustraciones de Esteban Porrini

La reja

Clarisa me convenció de no ir a verla. Quisiera pensar que no fue así, pero es la única verdad. El que no la conoció pensará que bastaba con no hacerle caso e ir igual. Y aunque pareciera, Clarisa no estaba loca.
La última vez que no le hice caso, me sujetó la muñeca con fuerza, dobló hacia atrás mi mano y me clavó una navaja en el medio de la palma.
Así que si ella decía que no, lo mejor era no contradecirle.
Lo que pasó, por otro lado, era cuestión de tiempo. Su apariencia de anciana amable era una simple fachada. Había llegado al barrio ya con los cincuenta largamente cumplidos. Había dicho a los nuevos vecinos que necesitaba cambiar de aire tras haber quedado viuda y por eso necesitó mudarse. En parte era verdad. Su esposo había muerto. Cinco balazos en la cabeza, producto de una lucha de poder.
Clarisa se mudó de su ciudad, pero se llevó consigo dinero, merca y los contactos. Y transformó su nuevo hogar, en un búnker bastante desapercibido. Vendía a través de una reja muy pintoresca, que daba a la calle.
Si alguien vio los movimientos, jamás sospechó de Clarisa. Los compradores se acercaban e intercambiaban el dinero por la sustancia tan rápidamente que parecía que pasaban de largo delante de la reja sin detenerse.
Ella tenía una política, y era no venderle al consumidor final. Solo a revendedores. De esa manera, era mucho más fácil.
Yo era su persona de su confianza. Me permitía visitarla, ver cómo estaba, acercarle algo si es que le hacía falta. En el barrio pensaban que era su sobrino. Ella apenas que asomaba la nariz a la calle, solo lo hacía para algunos mandados puntuales, en los que no confiaba en nadie, ni siquiera en mí. Por ejemplo, ir al banco y depositar el dinero.
Sin embargo, en este rubro es complicado llevar una vida sin sobresaltos. Cuando los otros vendedores de la zona se dieron cuenta que tenían una competidora, comenzaron a enviar señales amenazantes. Llamadas telefónicas, cables de energía cortados, golpes en la noche en las ventanas y más de un gato o paloma muerta arrojada por encima de la reja.
No era extrañar que sucediera. Ella misma me llamó por teléfono. Fue escueta. La habían engañado, la citaron para una venta a la reja, y al asomarse le tiraron tres tiros que impactaron en el pecho. A rastras llegó hasta el teléfono y en lugar de llamar a una ambulancia me llamó a mí. Le dije que salía para allá pero me detuvo. No era su intención llamarme para eso. Además, me confió, no había esperanza alguna. Agonizaba. Me dio los datos de sus cuentas bancarias, me reveló dónde escondía la droga y también el nombre de la persona que le había disparado.
Y aquí estoy, esperando en la noche, con un 38 en la mano. El mismo que ella me dió hace unos años, para sacar del camino a su esposo.
Lo usaré en breve para vengarla. En este rubro, lo único seguro, es una muerte violenta.

Pibes (basado en una fotografía de Fabricio Garfagnoli)

A la vuelta de casa había construcción de una vivienda de tres pisos que de un día para otro había quedado detenida. La planta baja parecía casi terminada, con el detalle de la ausencia de revoque, pero el piso superior tenía paredes sin completa y el último era un esqueleto con el techo de madera a medio colocar.
Se decía que el dueño había fallecido, qué había perdido una fortuna en el casino, que su mujer estaba enferma, que lo habían metido preso… el barrio tejía sus propias versiones, sin importarle la verdadera. Y sinceramente, a nosotros tampoco nos importaba.
Éramos cuatro amigos con todo el tiempo libre, padres con dinero y la posibilidad de tener nuestro propio lugar durante las noches: la planta más alta de la casa en construcción, a la que subíamos con sigilo tras cruzarnos al terreno desde el patio de Enzo.
El techo sin terminar, con los tirantes de madera dejando a la vista el cielo y las estrellas, nos brindaba la sensación de hogar que sentíamos, no teníamos en nuestras respectivas casas.
Nos tirábamos de espalda al piso sobre el concreto áspero y frío, y dábamos cuenta de las latas de cerveza que llevábamos en una conservadora.
Cuando se acababan, armábamos algunos porritos y nos los íbamos pasando uno a otro, disfrutándolos de a una pitada.
Las noches eran perfectas y nuestras. El irremediable retorno a nuestras viviendas era un fastidio. Tener que escuchar a nuestros padres, era un dolor de cabeza. Éramos unos pibes. Y así entendíamos el mundo.
Crecimos de golpe un verano, el último antes de ir a la facultad. Aún me duele rememorar esa noche de calor agobiante. Estábamos en cuero, tomando cerveza bien fría, cuando escuchamos ruidos que venían de abajo. Nos quedamos en silencio, creyendo que podían ser gatos.
Luego escuchamos los gritos de una chica, una voz grave que exigía silencio y el sonido inequívoco de un cachetazo. Nos miramos. Teníamos el corazón acelerado. Y miedo, mucho miedo. Dos pisos más abajo, una chica necesitaba de nuestra ayuda.
Nos pusimos de pie, tratando de no hacer ruido. Y con la agilidad de los cuerpos adolescentes, escapamos descolgándonos por dónde faltaba una pared, hasta alcanzar un árbol enorme que había en el patio. Pálidos cruzamos el tapial y nos escondimos en la casa de Enzo.
Nunca más volvimos a esa casa. Hoy en día ya está terminada. Me cuesta incluso pasar por el frente y mucho más, poder mirarla. Me avergüenzo de quién soy, quién era, de quienes fuimos. Cinco días después de esa noche, el lugar se llenó de policías. El cuerpo de una joven violada y estrangulada hacía sobre el concreto del primer piso. Nunca encontraron al responsable.
Desde entonces nosotros sabemos que fuimos los verdaderos culpables. Que podíamos haberla salvado. Nos cuesta mirarnos los rostros, entablar un diálogo. Y cuando lo hacemos, cuando es inevitable, tarde o temprano, sin que nada obligue a decirlo, la frase hecha se deja caer a modo de reprochable excusa: «éramos unos pibes».

Publicado originalmente en «Historias en 35mm» perfil de Instagram: https://www.instagram.com/historiasen35/

Esquinas

Es difícil volver. Siempre. Es viajar en el tiempo sin ninguna clase de truco o ciencia ficción de por medio. Es también una forma de morir, de acelerar las razones. Pero, muy a pesar, es necesario. Porque en ese cruce están los fantasmas que claman por no ser olvidados. Visten con el color de la melancolía y sus pasos son inciertos, como si flotaran a causa de la brisa que los recuerdos soplan. Los veo reír y llorar al mismo tiempo, con esas máscaras que provocan estupor. Gritan una silenciosa proclama de justicia, pero nadie los escucha. El sonido de los motores, de los  frenadas, los sepultan.

No estoy sola, ni solo, ninguno de nosotros. Somos varios los que peregrinamos a diario y sostenemos nuestros cuerpos durante horas en esas esquinas. No nos hablamos, no sabemos nuestros nombres, pero nos conocemos y reconocemos. Somos el dolor del que sobrevive, somos la pena del que extraña. Somos uno y somos todos. Y en nuestras miradas está el asentimiento, la aceptación de nuestro rol en la existencia. Somos los que quedamos y como tales, estamos obligados.

A recordar, a reclamar, a dar batalla. Pero principalmente, a volver. Todas las calles, todas las rutas, son tierras de fantasmas. 

¿Y ellos, nos ven? ¿Se observan entre sí? ¿O acaso el maleficio que los acecha los confronta con los verdugos de su muerte y lo que ven no son otra cosa que los fantasmas de los vehículos, que como una exhalación, pasan de un lado hacia el otro, en un vaivén infinito, molesto, irónico. Autos, motos, colectivos, camionetas, utilitarios, camiones, entre lo traslúcido y lo demencial, entre el sueño y la pesadilla. Los fantasmas de los fantasmas, en el cruce de calles que observamos desde nuestras esquinas, las que nos quedaron como legado, por haber sobrevivido, por batallar contra el olvido, por tener la valentía cada día de viajar en el tiempo y la cobardía de no poder cambiar el destino.

Fotografía de Fabricio Garfagnoli. Publicado originalmente en «Historias en 35mm» perfil de Instagram: https://www.instagram.com/p/CP-9pVfjjgR/

Pan y queso

Cuando era chico todos querían hacer pan y queso conmigo, porque ganara o perdiera, elegía a mis amigos más cercanos y el rival de turno, a los que mejor jugaban a la pelota.
Perdíamos siempre por goleada y más de uno se enojaba porque al elegirlo no le daba la oportunidad de estar en un equipo mejor. Pero eran broncas pasajeras. La amistad no se definía por derrotas en el patio de la escuela o el baldío de la esquina.
Íbamos para todos lados juntos y cuando las vicisitudes de la vida nos fueron llevando por diferentes caminos, la relación no se perdió. Como si el ritual de elegirlos una y otra vez en el pan y queso hubiese ido forjando una unión imperecedera, fuerte, inquebrantable. Sabíamos entonces que íbamos a perder en la cancha, pero que a pesar de eso, estábamos juntos.
Con el tiempo, en la medida que crecimos, aprendimos que las distancias y ocupaciones suponían obstáculos, pero como en el pasado, estábamos el uno para el otro.
¿Sucedía lo mismo con los que jugaban en los equipos contrarios? No, claro que no. Esos equipos se armaban para ganar, para competir, para saborear lo efímero del triunfo. Nosotros apostábamos, sin saberlo, a lo perpetuo del abrazo, de la risa cómplice, de esa mano necesaria en los momentos difíciles.
¿Te acordás cómo nos cagaban a goles? suele decir alguno cuando estamos todos, anticipando la carcajada general ¡Es que a este boludo le gustaba que nos rompieran el culo! acota entre las risas algún otro.
Incluso nos reímos en la vereda de la casa fúnebre, cuando nos toca despedir al primero que parte del grupo, joven, de manera injusta. Nos reímos porque es parte de la esencia, porque tácitamente nos prometimos estar siempre, ser el hombro dónde apoyarse. Y porque llorar no soluciona nada. Ni entonces, cuando ellos iban diez y nosotros cero, y la impotencia nos volvía torpes las piernas, pero jamás nos permitíamos sentir vergüenza. Cómo avergonzarnos de la amistad.
Y mientras el cortejo fúnebre avanza, nos relojeamos por los espejos retrovisores. Nos reconocemos tristes, perplejos. Pero somos un equipo. Y sabemos, como cuando éramos pibes, que la vida nos va a terminar ganando por goleada. Sin embargo, nos elegimos, en un pan y queso para siempre. Y allí estaremos, tratando de sonreír cuando en realidad queremos morirnos, dándonos un abrazo cuando quisiéramos escondernos en un rincón a llorar, porque las derrotas por supuesto que duelen y lastiman, pero así, en equipo, el rival tiene que hacer un mayor esfuerzo. Y no podemos caernos, ninguno. Sabiendo el resultado, puteándonos por alguna distracción, apretamos los dientes y seguimos adelante. ¡Estúpido, para qué me elegís! me grita alguno. Y apretándome la mano, años después, mientras suprime una lágrima, se responde y me agradece: Para esto, hermano. Para esto.

Método

Cada escritor tiene sus métodos para inspirarse. No se trata de musas, sino del ejercicio mental que impulse el nacimiento de ideas.
El mío era muy sencillo. Tomaba frases escuchadas al pasar en la calle. Un extracto de una charla, un grito desde alguna ventana, las palabras de alguien hablando por teléfono…
Desde allí partía o hacia esas palabras debía llegar. Lo cierto es que me acostumbré tanto a esta forma de parir argumentos para mis cuentos, que olvidé otras formas de escribir un buen cuento.
Pero llegó la pandemia, el miedo a contagiarse, el encierro. No salgo a la calle, mis vecinos están lejos, y el del correo.cada vez que viene solo me pregunta el DNI.
Por eso es que he dejado de escribir, no puedo hilvanar ni dos palabras seguidas. He probado decir frases en voz alta, pretendiendo que fueran palabras escuchar al azar, pero no ha funcionando. Me he descubierto diciendo cosas sin sentido, gritando barbaridades por la ventana, e incluso, susurrando oraciones inconclusas que me motivara a completarlas.
Pero he desistido, en parte por lo inútil de la idea, en parte por vergüenza.
Ahora en mi casa el silencio es ensordecedor y la página, blanca inmaculada.

Ritual

Empilcharse bien, pero bien bien, nada de zapatillas y ropa casual. Un regalo de los que a ella le gustan, bombones, algún chocolate importado, ninguna chuchería para sacarse el compromiso de encima. Y la sonrisa. Siempre la sonrisa. Después, esperar el bondi, viajar cuarenta minutos, caminar hasta la florería, rosas blancas, y finalmente, ir hasta la tumba. Y decirle, cómo cada día, cuánto la ama.

Microcuento publicado en la edición #112 de Revista Huellas de Tinta

Axioma para el dolor

A veces las palabras no alcanzan, y otras veces ni siquiera son necesarias. Cuando el dolor nos carcome, esas voces nos calman, esa mano en el hombro nos reconforta, ese abrazo nos sana.
Y cuando nada es suficiente, solo queda el tiempo, cuyo paso es inexorable.
Los vacíos en el alma nunca podrán llenarse, aunque podremos atrapar recuerdos para que nos acompañen por siempre, y que al evocar nos traigan sosiego, dicha y la esperanza, siempre latente, de volverte a ver.

Infortunio en la oficina

El joven se acercó a su patrón, que hacía cuentas en su escritorio. Le había costado horas de insomnio y mucha valentía recorrer el pasillo hasta esa oficina. Se paró bajo el marco de la puerta, entre abierta y trató, sin suerte, de decir algo. No le salió la voz en el primer intento y el hombre ensimismado delante de facturas y otros papeles no registró su presencia.
Carraspeó con fuerza, aunque el sonido fue tenue, apagado, tembloroso. Entonces, el patrón levantó la vista. Lo interrogó con la mirada y sostuvo el cuerpo erguido, esperando una respuesta. Fue cuando el joven tomó coraje y dio un paso hacia el interior del recinto. Pero los nervios lo traicionaron, se pisó los cordones, trastabilló, trató de frenarse pero se chocó una silla, se enganchó una pierna con la pata de metal, intentó asirla en el aire pero sin querer le pegó un puñetazo y el respaldo se dirigió raudo y letal a la frente de su patrón.
Detuvo su accidentada carrera dándose el abdomen contra el escritorio. Su patrón había desaparecido. Solo quedan los papeles y un reguero de sangre que atravesaba de lado a lado el escritorio.
Dolorido, el joven rodeó el mueble. Su patrón estaba caído de espaldas, los ojos bien abiertos, los brazos en cruz y con un tremendo corte en la frente, que empezaba justo entre una ceja y la otra y subía con furia hasta el cuero cabelludo. La sangre seguía brotando, como un manantial infernal.
Se tomó la cabeza, miró hacia un lado y el otro. Amagó con salir corriendo, pero sabía que se toparía a la salida con la secretaria y le llamaría la atención la corta visita. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver la situación? No tenía la menor idea. No podía revivir al hombre. Porque estaba muerto. No le quedaban dudas. Nadie sangra de esa manera y sigue vivo. Además, los ojos seguían abiertos, mirando el techo enmohecido. Aunque no miraban. Ya el cerebro no recibía ninguna señal de los órganos. Solo la sangre seguía en movimiento.
Tuvo ganas de vomitar. Se llevó las manos a la boca. Corrió hasta el macetón más cercano, donde crecía un palo de agua. Cerró los ojos y escuchó con asco cómo despedía el desayuno. Pensó que había terminado, pero otra bocanada lo asaltó por sorpresa cuando se ponía de pie. El «splash» contra el piso salpicó toda la pared. Mantuvo los párpados abajo, con una fuerza notable. Tanteando llegó al escritorio, y de la misma forma, buscó algo para limpiarse la boca. Agarró algunos de los papeles que revisaba su jefe antes del infortunio y se los pasó por la boca. Entonces recordó que tenían sangre y volvió a vomitar. Ya no le importaba saber dónde.
Abrió los ojos y salió corriendo hacia la puerta. Pero los cordones seguían desatados y volvió a pisarlos. Se fue de cabeza contra la pared. Golpeó de lleno contra el zócalo de madera, que tenía algunas astillas sobresaliendo. Sintió el dolor cuando le atravesaron la piel, pero fue solo un instante.
La secretaría se asomó a la oficina varios minutos después. Dicen que los gritos se escucharon en varios pisos del edificio. La escena fue demasiado para la mujer, que se desmayó tras agotar de aire los pulmones. La policía interrogó a todos los empleados. Uno de ellos, muy allegado al joven, juró y perjuró que el muchacho solo iba a pedir un aumento. Nadie le creyó. Los diarios titularon «Trágico desenlace tras pedido de aumento». En radio conjeturaron una pelea atroz, sin tregua. El patrón fue lamentado. El empleado, repudiado. Jamás pudieron determinar que pasó en ese lugar, pero la sentencia pública fue determinante. Desde entonces, en la empresa, cada empleado tiene un encuentro mensual con un psicólogo. Y ya no se permiten visitas a solas de un subordinado a su jefe.
Sin reproche de por medio, la empresa sigue entregándoles zapatos con cordones a sus trabajadores.

Ouija

Todos conocen a William Temo, el maestro del dibujo. Comparto con él la asistencia a un club cultural de la zona. Allí nos reunimos varios artistas a hablar de arte, generar proyectos conjuntos y lo más importante, tomar vino y cerveza.
Lo que quizá no conozcan de Temo, es su facilidad para la distracción. Hace poco se me acercó y me pidió el teléfono del viejo Harrinson, un gran crítico literario. Lo miré unos segundos y le sugerí una ouija. Sus ojos me interrogaron con recelo. ”¡Pero claro, hombre, lleva una década muerto!» exclamé.
A la semana siguiente, volvió a acercarse. Me miró sonriendo. ”El viejo Harrinson le manda saludos, y dice que su última novela es una bosta».
Me dejó la ouija sobre la mesa y guiñando un ojo se alejó. Había una nota al lado de la tabla: «Por si quiere refutarle».

El secreto de los árboles

Cuenta la leyenda que los árboles guardan un secreto que conocen desde tiempos remotos y que se transmiten unos a otros a través de las raíces, y que cuando están muy distantes, el viento se transforma en el mensajero que lleva el recado envuelto en su susurro misterioso que solo ellos pueden descifrar.
Un sabio dijo una vez que creía haber descubierto cómo los árboles guardaban ese secreto. En realidad, ni siquiera lo escondían, sino que lo exponían a la vista de todos, a través de sus hojas. Porque cada hoja era una palabra, cada rama un párrafo y la suma de todo, el mensaje.
El mismo sabio dijo también que ese texto secreto para el entendimiento de las demás especies, guardan con recelo el misterio de la existencia del universo.
Cuando las hojas caen, el texto se desarma, se vuelve incompleto, hasta que vuelven a crecer nuevas hojas y reescribir el mensaje. Cómo si el árbol en si fuese un cosmos en constante explosión e implosión.
Todos los árboles nos dicen lo mismo, una y otra vez, felices de nuestra ignorancia, orgullosos de su misión, aguardando quizá el ser vivo que en algún tiempo remoto merezca la revelación de tan preciado misterio.

Meme

La solitaria figura de la mujer pasó desapercibida delante del Juzgado. El cartel que sostenía en sus manos rezaba en rojo QUIERO JUSTICIA. Así ocurrió un día, dos, tres…
Volvió al cuarto día, con la amargura de los marginados y el temple de los esperanzados. El cartel gritaba con furia QUIERO JUSTISIA.
Entonces si, la gente prestó atención, se tapó la boca para simular la risa e incluso apareció en las redes sociales, dónde todo el mundo se mofaron del error. Para la noche, era meme.
La ironía de la visibilidad, en un mundo cada vez más retorcido.

Ácaros

Aquella piedra no solo parecía especial, era especial. Un meteorito de color cobrizo, de no muy grandes proporciones, al borde del arroyo de su pueblo. Nunca mejor dicho, un verdadero regalo del cielo.
Al menos, para ella, aficionada a la geología y la astronomía desde pequeña, cuando sus abuelos la llevaban a caminatas nocturnas a las sierras, donde aprendió sobre el pasado encerrado en forma de piedras y lo inimaginable escondido en el infinito del firmamento.
Su sorpresa fue mayúscula al encontrar ácaros en las cavidades de la piedra. Y mayor aún el asombro al observarlos en su microscopio de alta precisión. Miles y miles de rostros con rasgos orientales, con una leyenda impresa en la frente: Made in China.

El escritor

¿Qué es el tiempo? le preguntó.
Es arena que se escurre entre los dedos, es la efímera sensación de no poder escribir jamás lo que tenemos dentro para contar.
¿Y que es escribir?
Es cerrar los ojos aquí para abrirlos en otra parte. Luego volver y narrar aquello visto.
¿Si es tan solo eso, por qué le echa la culpa al tiempo de su escasa escritura?
Porque hasta ahora lo único que he hecho, es vivir con los ojos cerrados.

Descanso

La puerta de calle estaba abierta. Sobre la mesa había un hilo de sangre. Llegaba hasta el borde mismo y se detenía, como si el metro que había hasta el suelo fuese un motivo suficiente.Distante, sobre la cocina, entre dos hornallas encendidas, se veía una cuchilla. Un detalle bermellón decoraba el filo. La habitación era un revuelo de ropa por todas partes. En el baño estaba prendida la ducha. El reloj de pared estaba detenido en las cuatro menos cuarto. Sin embargo, la vivienda estaba vacía. El vagabundo se sentó en una silla y partió un pedazo de pan viejo que llevaba en el bolsillo, lo mojó en la sangre y se lo comió. Al calor de las hornallas se estaba bien. Aprovecharía luego para pegarse un baño y después se iría. Vaya a saber qué loco vivía en aquel lugar.

Corre, Diego, corre

Corre dejando atrás rivales, corre sin dejar atrás a su equipo, corre en el potrero, en La Paternal, La Boca, el mundo entero, corre sin necesidad de mirar la pelota, porque la pelota es parte de su cuerpo, corre para alzar la Copa, sin casarse con la FIFA, corre para plantarse ante los poderosos, corre para alegrar a los que pierden día a día, para que se escuche su voz, corre por su pueblo, que no conoce de fronteras, corre por la gente que ve en sus gambetas la prolongación de sus sueños, corre por aquellos que lloran sin consuelo, enterrados en el barro de la vida corre por quiénes no olvidan los orígenes en una villa, ni se avergüenzan de cartonear por pocos pesos, corre para los que le rezan en una tierra de dioses imaginarios, al más humano de ellos, corre para ser Diego, un tal Maradona, corre para escapar de su fama, atrapado en su sueño, corre para ser el mejor de todos, a pesar de los defectos, corre no para ser un ejemplo, sino para señalarnos que nadie es perfecto, corre hacia el infinito, como un barrilete cósmico sin dueño, corre llevándose nuestros sueños, pero dejándonos miles de recuerdos, corre para que lloremos, sin consuelo, huérfanxs en este duelo, corre para que, a pesar de su partida, sigamos luchando ante las injusticias, corre porque sabe que del otro lado, siempre hay un arco.

Fideos

Puse agua en una cacerola, prendí la hornalla, y dejé que hierva. Después agarré el paquete de fideos, lo abrí con cuidado de no desparramarlos por todas partes y dejé caer el contenido en el recipiente con agua hirviendo.
Aproveché para salir a la calle a sacar la basura. En qué momento comenzaron a explotar, lo ignoro, escuché los disparos a mis espaldas y volví corriendo, pero era tarde: las municiones habían hecho estragos  en la cocina, además de matarme al gato.

Conjuro para no llorar

Se junta coraje, se respira hondo y dejando escapar el aire de a poco, se piensa en una sonrisa, en aquella caricia que aún nos estremece el alma, en las palabras de aliento alguna vez recibidas, en ese abrazo protector que se añora, en el aroma de la niñez que cada tanto retorna, en el gol de Diego en el ochenta y seis, en las manos que nos levantaron tras una caída, en esas palabras que alguna vez nos dijeron al oído y nos sonrojaron, en el sabor de las milanesas que uno comía cuando niño, en la sensación de ayudar al otro, en la melodía de una hermosa canción silbada, en las veces que nos arrancaron una risa con un chiste malo…

Y si eso no funciona y las lágrimas aprietan… solo nos queda mordernos los labios y aguantar.

Mordernos los labios (hasta sangrar).

T O C

Toc. Un toc. Tengo un toc. Mis oraciones crecen gradualmente. Incrementan de a una palabra. Si fueron cinco, ahora son seis. Esto confiere mucha dificultad a mis cuentos. Y la manía me carcome mucho la cabeza. He tratado el problema con un psicoanalista y nada. Últimamente pensé en dejar de escribir pero no he podido. Mis manos obedecen al inconsciente, mientras el consciente atormenta mi mente. Y entre palabra y palabra, crece dentro el deseo de ponerle fin. Levanto la vista, cierro la libreta, y sin terminar el cuento, digo adiós.

Halloween

Muchos de sus conocidos renegaban de Halloween, por considerarla una celebración extranjera. Pero también lo era la Navidad de Santa Claus y allí eran pocos a los que oía indignarse.

Por eso, ese año dejó los reparos de lado y vistió a sus hijos de Jason, Freddy Krueger y Predator. Con una sonrisa en el rostro, los incentivó a que salieran a recorrer el barrio.

A las dos horas la policía golpeó a la puerta. Al verlos, se le cayó el alma al piso. ¡Algo le había pasado a sus niños! Sintió que se quedaba sin aire.
Entonces, sosteniéndolo del hombro, uno de los informados le pidió que lo acompañara a la  comisaría.

– Hemos arrestado a tres pequeños, por decapitar y descuartizar a varias personas de la zona. Alegan ser sus hijos.

El hombre suspiró. Sus niños estaban vivos.

Caballito

Caballito ¡Ico! ¡Ico! Caballito ¡Ico! ¡Ico! repetía la pequeña mientras correteaba al lado de su galgo blanco y negro.Las risas cruzaban el jardín hasta oídos de sus padres, que disfrutaban del sol de la tarde. Desde allí podían vigilarla tranquilos. Disfrutaban verla tan feliz. Su voz era una melodía. A lo lejos, la niña los saludaba con la manito y el perro ladraba de tanto en tanto. Fue un segundo. La mirada en otra parte. El silencio repentino. Ya no los veían en el jardín. Se pusieron de pie, presas del pánico. Entonces la vieron, en el aire, montando el galgo, que ahora tenía alas y un cuerno de unicornio en la frente. Los brujos sonrieron aliviados. Su hija sería una brujita maravillosa.

Un punto verde

De los últimos acontecimientos, casi nadie sabe nada. Las comunicaciones cesaron varios meses antes y lo único que permite tener la certeza de que el caos aún prevalece es la imagen distante en el cielo de misiles que pasan volando o gigantescos destellos en la noche, de explosiones tan lejanas como mortales.

En aquel paraje de montaña árida, las viviendas son muy pocas. Otrora paisaje de incipiente verde en verano y árboles nevados en invierno, quedó en el olvido del tiempo y bajo la sentencia de muerte de la polución ambiental.

Aquellas familias sobreviven haciendo kilómetros de caminatas y recolectando los últimos frutos silvestres de la naturaleza. Ya no quedan animales que representen un peligro y mucho menos, alimento. De noche, algunas estrellas se dejan ver entre las densas capas de químicos que flotan en el aire.

En la tierra desolada y devastada de sus propiedades, tan extensas como estériles, siembran sin éxito ni esperanzas. Pero lo hacen porque dejar de hacerlo sería lo mismo que resignarse a dejar de respirar. Los Pérez habían sido cinco, pero en la última caminata el menor de los jóvenes había caído por un barranco. Los Pinzón siempre fueron dos. Un matrimonio grande, que no resistiría mucho más. Los que vivían más alejados, los Cartun y los Estibiarria, apenas que se acercaban por nuestra zona. Los cruzábamos en las caminatas, pero no eran nada sociales.

Y nosotros, también somos dos, aunque más jóvenes que los Pinzón. Mi mujer es la que cuida el hogar en mi ausencia, con armas cargadas cerca de cada ventana y un par de lanza misiles de corto alcance preparados en el piso de arriba.

Su coraje enciende mi alma en las noches solitarias bajo el cobijo de la noche eterna en la que en constante vigilia aguardo el alba para seguir buscando el alimento para sobrevivir. En cada regreso me cuenta los pormenores, los intentos de alguno de los vecinos de tratar de quedarse con alguna parte de nuestras tierras, algún avistamiento extraño en las laderas de la montaña o la cantidad de semillas que ha plantado, con el anhelo de verlas crecer en la tierra seca.

A veces nos sentamos al atardecer, mientras resuenan las explosiones a cientos de kilómetros, a mirar lo que nos rodea y a agradecer, a quien quiera que esté más allá del universo, por eso que tenemos. Y rogamos, aunque sea, por un poco de lluvia.

Esta mañana volví al hogar, extenuado. Había tenido que aguardar toda la noche en una cueva repleta de murciélagos, porque entré sin darme cuenta en zona de guerra y si andaba deambulando algún satélite de infrarrojos hubiese dirigido un misil hacía mí. Cansado, arrojé mis pertenencias sobre un camastro. Mi esposa no estaba dentro de la casa.

Primero me alarmé, pero luego la vi por la ventana, afuera. Estaba de rodillas, sobre la tierra árida. Me acerqué despacio, intrigado. Su cuerpo parecía agitarse suavemente. Estaba llorando y las lágrimas caían como una lluvia sobre un brote verde, un milagro en la desolación. Levantó la mirada y me regaló su mejor sonrisa, una cómo no veía en años.

Me señaló ese color diferente al árido marrón que nos rodeaba. Caí de rodillas a su lado, y la abracé. Aquel era el color de la esperanza. Ella me besó. Me acarició y me hizo prometer que lo cuidaríamos con nuestras vidas. Se lo prometí.

¿Qué es? pregunté.

Me respondió con una sola palabra: Jazmín.

Bermellón

La luna es el faro que la noche nos regala a todos los que perdemos el rumbo en las tinieblas de la locura. Una luz tenue pero segura, reflejo pálido y ancestral, de sabiduría adquirida por siglos y siglos de ser testigo involuntario (o quizás no) de la muerte y perversión que ese ser despiadado, que es el humano, ejecuta sobre sus pares sin vacilación ni arrepentimiento.
Y de una noche en particular, que no puedo sacarme de la cabeza, vuelve a mí en forma de olvido una sombra turbia que me obliga a buscar respuestas de algo que por momentos me parece, fue solo un sueño. O una pesadilla. Pero cuando la oscuridad se posa calma en la habitación y cada nítido detalle del mobiliario se transforma en un monstruo dormido, aquello se vuelve tan real que puedo ver, oler, sentir, como entonces. Y es cuando se me hiela la sangre y las lágrimas que escapan de mí, son rojas, de un tinte bermellón, al borde de la negrura. No hay contención, solo el horror, la desdicha.
El tiempo rebobina como una vieja película en VHS. Estoy otra vez en el sofá de la casa de mis viejos. Los nombro en plural, pero para entonces solo vive mi papá. De la muerte de ella, han pasado cinco años. Nos destrozó a ambos, pero al hombre que la amó más que a nada en el mundo, lo mató en vida. A dos años de jubilarse, dejó de ir a su trabajo, se encerró en su habitación en la planta alta y dejó de preocuparse por el mundo, acumular deudas y esperar por el momento de acompañar a su esposa.
Cada tanto lo visito, alimento a los peces, limpio un poco, barro la vereda para que no parezca una casa abandonada, llevo algunas compras, provisiones, trato de darle charla, acompañarlo delante del tele, le cuento cosas sobre mi vida, pero sé también que todo es en vano. Es un zombi. 
Esa noche le digo de hacer un asado. Recuerdo preparar el fuego, renegar con el viento y verlo a él, su silueta, observarme detrás de la ventana de su habitación, ubicada en la parte alta de la casa. Le hago un ademán con la mano, a modo de saludo. Le sonrió. No alcanzo a darme cuenta si responde. Detrás de mí, en lo alto, ella. Blanquecina, inmortal. Nos mira. Sabe algo que no sé. Se ríe entre dientes. 
El olor de la carne danza en silencio. Preparo la mesa debajo de un alero, para tener a mano la parrilla y para que el viejo tome algo de aire. Pongo los platos, los cubiertos, un poco de pan, saco un vino de la heladera y un sifón a medio llenar. Lo llamó a papá desde la puerta que da al patio. Sé que va a demorar en responder. Insisto, lo llamo una vez más, dos veces. A la tercera, me acerco hasta la escalera. Voy a gritarle algo en broma, pero veo la sangre. Cada escalón tiene un tramo rojo. Bermellón, al borde de la negrura. Subo apurado, sin poder desviar los ojos del suelo. Veo que sigue en el descanso, también en el pasillo. Entro veloz a la habitación, empujando la puerta con fuerza. No está. Pero hay sangre, mucha, por todas partes. Me desespero, siento cómo el pánico se apodera de mi respiración. Veo la ventana. Allí donde estuvo parado minutos antes, mirándome. Me acerco. Desde allí veo el patio, los árboles. La luna. La parrilla. Y siento que mis piernas flaquean. Digo NO, en voz alta. Tan alta que me asusto. Me agarro la cabeza. Vuelvo a las escaleras, tratando de esquivar la sangre. Me agarro de la baranda, para no desfallecer. Cruzo la sala de abajo en dos zancadas y salgo al patio. El aire me da de lleno, me abre los ojos. El olor me da náuseas y a medida que me acerco, me voy desarmando. 
Al llegar a la parrilla, no doy crédito a lo que me depara. Ahí está mi viejo, descuartizado, asándose lentamente, la ropa hecha jirones humeantes, con restos ya carbonizados entre las brasas. Y sé que ella, en lo alto, me acusa, flagrante, sin odio. Es cuando me derrumbo, es cuando decido entregarme al olvido.
La sombra turbia ha vuelto. Retazos de una pesadilla. Veo a un hombre avejentado y entregado a la muerte mirándome desde una ventana. ¿Lo conozco? ¿Es mi viejo? ¿O soy yo, esperando el ocaso?
La luna lo sabe, vaya que lo sabe. Pero calla. Cada noche, guarda el silencio. El secreto. El mío, el de muchos. El de la humanidad misma.

Instante último

Tiene su gracia, lo admito. El observar la desesperación, la angustia, el arrepentimiento, la desolación, la locura, todo lo que se desata en el instante último de la vida. Y no me refiero a una vida, sino a todas.
El planeta en llamas, titularon los diarios del mundo entero. Tarde o temprano iba a suceder. Sin la acción del ser humano, quizá en unos milenios. Con la ansiosa arrogancia pretenciosa de la especie que mayor daño le hizo a su hogar, los tiempos se apuraron. ¿Se podía romper la Tierra? Claro, está visto. Tan frágil como una esfera de cristal. La polución, los incendios forestales, los volcanes en erupción, los maremotos, los suicidios en masa, la falta de alimentos, los inviernos arrolladores, los veranos agónicos, las guerras por los recursos naturales… todo se precipitó ante los ojos de cada habitante en los continentes terrestres. 
En el tiempo cósmico, el reloj marca el último minuto del planeta. Y todos lo saben. Yo lo sé. Es el final. Cierro los ojos. Soy viejo, mi memoria es buena, y los recuerdos llegan como cataratas de imágenes. Pero quiero elegir, quedarme con los que desearía despedirme. Prefiero quedarme con lo más recientes, que son los que comparto con gran parte de la generación que está por perecer. ¿Me alcanzará este minuto? Veamos…
No fui del fútbol, jamás, pero siento ganas de llorar y abrazar a ese genio cuando lo veo una y mil veces gambetear a medio equipo inglés en el mundial de México 86, y casi desde el piso empujar el balón hacia el fondo de la red, para luego salir corriendo puño en alto y festejar el gol más hermoso y significativo de todos los tiempos. 
Esa corrida mitiga el dolor de ese mismo año, en la Unión Soviética, en tierras que en segundos desaparecerán bajo el nombre de Ucrania, con el terrible accidente nuclear que provocó muertes directas y muchas más por la radiación y efectos posteriores en la naturaleza. Radiación que también es culpable de que hoy sea el último día.
Aún tengo sentimientos encontrados con el incendio de Notre Dame, en París. El fuego en el tejado desencadenó una pérdida masiva de la catedral, llevándose consigo de manera irreparable, belleza e historia. Pero cuánta hipocresía posterior, de ayudas multitudinarias desde todas partes, para reconstruir una edificación. ¿Dónde está esa ayuda cuando realmente se necesita para cosas importantes inherentes a la vida del prójimo?
Me hace bien, en cambio, pensar en la caída del muro de Berlín, en 1989. Un país dividido en dos. Mundos opuestos. Hoy, se miran entre sí, y ni de un lado ni del otro, se reconocen. Ya no existen esos mundos, ni habrá tiempo para ningún otro.
No puedo evitar tampoco pensar en las guerras que sumieron a países en la miseria. Varias, producto de esa caída y el debilitamiento de los regímenes socialistas tras la finalización de la llamada Guerra Fría. La guerra de Croacia, por ejemplo, con el sangriento desmembramiento de la desaparecida Yugoslavia, de 1991 a 1995, y casi en paralelo, la guerra de Bosnia. O antes, la fabulada guerra del Golfo, con una finalidad real de carácter económico, escudada en otros factores, junto a muchas mentiras, que le permitieron a Estados Unidos liderar una coalición contra Irak. Y más acá, el desastre de Kosovo, y un nuevo enfrentamiento histórico entre albaneses y yugoslavos, que se remonta a casi dos siglos. ¡Vaya que tengo guerras en la memoria! ¡Malvinas!¡Chechenia! ¡Congo! ¡Líbano! ¡La guerra civil somalí que incluso ahora, cuando el mundo eclosiona, aún continúa, con casi tres décadas de crueldad!
Y aunque quisiera borrarlo, el recuerdo que más me duele, es la bestialidad en Hiroshima y Nagasaki, en la segunda guerra mundial. Cuando pienso en todo esto último, me parece que el exterminio está bien. Que el planeta, ahora, cuando reviente en mil pedazos, estará haciendo justicia. 
La mayoría cree que el destino lo escribo yo, pero se equivoca. Solo me limito a observar. Y en este planeta, he visto lo suficiente. Al fin de cuentas, es uno entre millones. Y si me preguntan si acaso lo extrañaré, sinceramente, lo dudo. No hay manera que empiece a enumerar cosas bonitas sin tropezar con atrocidades deleznables. Cuando las llamas todo lo consuma, sonreiré.

La piba del sueño

Desde el ventanal que daba a la calle céntrica, el que tenía el nombre del bar fileteado en amarillo y rojo, ya desgastado por el paso de los años, podía verse el andar de la gente. 

Alejandro y Walter estaban en la mesa pegada al vidrio, con el latido de la ciudad de fondo.

La aceituna no se dejaba atrapar, para bronca de Walter, que trataba en vano de clavarle el escarbadientes. Alejandro lo miraba impasible, sin meterse, porque era la última. La de la vergüenza. Y no sabía si por costumbre de pibe, o vaya a saber de dónde, siempre que quedaba algo en soledad, lo dejaba para el otro. 

— Anoche soñé de nuevo con esa piba — dijo Alejandro. Walter levantó un solo ojo debajo de la tupida ceja. 

— ¿Cuál? – preguntó Walter – ¿La que te pareció ver en el parque la otra tarde? ¿La rubiecita, que iba con nosotros a la primaria?

— Si, esa. No la vi, lo soñé. Soñe que me la encontraba en un parque. 

— Es lo mismo. 

—- No, no es lo mismo. Si la hubiese visto, entendería por qué la sueño. Pero hace treinta años que no la veo y de repente la tengo presente.

— Te la llevaste dos veces a la cama — Walter soltó una risotada, mientras le hacía seña al mozo para que trajera dos cervezas más. 

— Le pregunté a mi tía Matilde…

— ¿La bruja?

— No es bruja, tira el tarot.

— Es lo mismo. 

— No, no es lo mismo. La llamé esta mañana y le conté. Ella es muy bicha con estas cosas. ¿Y sabés qué me dijo?

— Y no, la adivina es ella. 

— Que seguro es algo pendiente y sacó una baraja del mazo, en videollamada, así yo veía y salió un Arcano, la de Los Amantes, invertida. 

— ¡La piba es ahora un hombre!

— Por lo que cree que algo no se concretó en su tiempo, que quizá tendríamos que haber sido novios o algo de eso, y ahora mi mente me lleva a ese momento, tratando de hacerme dar cuenta que ella podría ser el amor de mi vida.

— Alejandro, teníamos diez, once años. A lo sumo se daban un beso, le tocabas el culo en la fila, pero de ahí a ser el amor de tu vida… vamos. Hasta que no me diga los números del Quini 6, no le creo un pito a tu tía Matilde.

—- Tengo que encontrarla, Walter. Es una señal.

— No te acordás ni como se llamaba.

— Puedo ir a la escuela, buscar en los archivos, quizá en algún cuaderno viejo. Alguna maestra jubilada por ahí mantenga contacto, quizá…

— Basta Ale.

— Mi vieja guarda las fotos de cada curso, y detrás las firmábamos, así que en alguna tiene que estar el nombre de la chica. Mañana voy a buscarlas.

— Basta.

— ¿Basta con qué? Si todavía no empecé.

— Con engañarte. Se acerca agosto y cada año lo mismo. Yo sé que hacés todo el esfuerzo del mundo por olvidarte, pero hay algo ahí dentro de su cabezota que no funciona bien. Y la bruja de tu tía no es capaz de decirte la verdad, y tu vieja, mucho menos. Y vos, vas a seguir buscándola, como cada año, desde hace treinta años. 

— Pero, ¿qué decís, Walter?

— ¡Qué está muerta! ¡Lara está muerta! La mató el puto colectivo de la escuela, cuando estaba cruzando delante tuyo. Jamás te gustó Lara, Ale. Hasta ese día. Y cada año, querés que vuelva. Y cada año trato de persuadirte de la idea. Los demás te dejan escarbar en el pasado, creyendo que eso te hace bien. Dejala ir. 

— Mirá qué decir tremendas barbaridades… ella… la voy a encontrar, y vas a tener que tragarte todas esas estupideces que dijiste.

— Tenés que superarlo. Hace treinta años que cargás con lo mismo. 

— No es cierto, mañana voy a ir de mi vieja y voy a buscar esas fotos.

— Sabés que no.

— Claro que las voy a buscar.

— ¿Y cómo vas a salir de acá? Hace años que no te dan un pase de salida.

— Pago y me voy, ¿cómo querés que haga?

Walter volvió a llamar al hombre que iba y venía por el recinto. Alejandro observó cómo el chopp con cerveza era en realidad un vaso plástico. Giró hacia la ventana y al ciudad no estaba. En su lugar, un patio amplio, con bancos de plaza y algunos árboles. Tampoco había fileteado alguno en el vidrio. Ni platitos con aceitunas, ni restos de una picada. Su amigo vestía de calle, pero él llevaba puesta una bata celeste.

— Ale, mañana o pasado vuelvo. Sacate esa idea de la cabeza. O nunca vas a poder salir de acá.  El enfermero vino a buscarlo. Era hora de volver a la pieza. Instintivamente se llevó la mano al bolsillo. Suspiró aliviado. Al menos, no tenía que pagar la cuenta. Se había olvidado la billetera en alguna parte.

Voces

Aún hoy me estremezco de solo pensar en aquellos años. El terror nocturno que me atormentaba, que hacía lo que quería con mi psiquis. Fueron años de lucha en silencio, de fingir actuar con normalidad, de aparentar ser un niño como cualquier otro. Esa necesidad imperiosa de arrancar las voces de mi cabeza, de decirles basta, de poder adueñarme de mis actos…

No recuerdo cuando comenzó, solo sé que estaba allí, latente. Era una voz interna que me demandaba cosas. Tocar las cosas dos veces, mirar a cada instante detrás de la cama, pisar siempre primero con el pie derecho, y la lista era interminable. 

Sentía mucho miedo, porque temía que tarde o temprano esas demandas fueran aumentando en el grado de dificultad. Rogaba internamente que no sucediera. Y al mismo tiempo, me asustaba pensar que sabía mi temor y que se aprovecharía de él. 

Me costaba mucho dormir, las voces no paraban de murmurar todo el tiempo. Eran frases ininteligibles, que parecían plegarias en un idioma que desconocía. Una noche otras voces llamaron mi atención. No las internas, sino otras que provenían desde la calle. Mi ventana daba a la parte de adelante de la casa y con asomarme, tenía un panorama de mi vereda, la calle y la cuadra de enfrente.

Cerca de un árbol, un grupo de jóvenes fumaba tranquilamente, mientras conversaban en un tono no demasiado alto, pero que llegaba hasta mis oídos. Los observé unos minutos, tratando de no mover la cortina. Quería saber qué hacían, cuando la otra voz, la interior, despertó. Es difícil explicar cómo la escuchaba. No me hablaba de manera directa, no eran órdenes las que dictaba, sino que lo que quería, de alguna manera, se metía en mi cerebro, como si enviara un comando.

La orden era muy clara. Salir a la calle e ir hasta donde estaban esos jóvenes. ¡Era ridículo! Tenía nueve años, ¿cómo iba a salir solo afuera, en medio de la noche? Mis padres escucharían, no sabría cómo abrir la puerta, había mil obstáculos para poder cumplir lo que la voz quería.
Pero de alguna manera, la voz se las ingeniaba para convencerme. Una sensación de angustia y opresión se apoderaba de mi cuerpo. Sentía ganas de llorar. La única manera de superar ese estado, era haciéndole caso a lo que pedía. 

Me cambié en silencio, tratando de no hacer ningún ruido. En la cama de al lado dormía mi hermanito menor, pero a mi favor tenía que su sueño era muy profundo. Me calcé las zapatillas, me puse el pantalón y caminé muy despacio hasta la puerta, que estaba entornada. La abrí apenas y salí al pasillo. Me dirigí hacia la puerta, pasando por delante de la habitación de mis padres. Los vi durmiendo, bajo las sábanas. Estaba yendo hacia la puerta de la calle, cuando la voz me pidió un detalle más. Cambié el rumbo hacia la cocina y busqué una cuchilla. Era enorme, pesada, pero pude agarrarla con firmeza con las dos manos.

Volví al pasillo, rumbo a la salida. Llegué a la puerta de la calle y traté de abrirla. Estaba cerrada con llave. Busqué con la mirada y no la vi por ningún lado. Me giré para buscarla en la habitación que papá usaba de oficina cuando la vi de pie delante de mí.

Era mamá, que se había levantado al escuchar mis pasos deambulando. Sus ojos miraban fijamente, incrédula, la cuchilla que llevaba en mis manos. Me la quitó con las manos temblorosas y luego, me largué a llorar. La voz ya no estaba, solo quedaba el desconsuelo y la imposibilidad de contarle a ella lo que me estaba pasando. 

Nunca hablamos de lo sucedido, jamás. Hoy, en su lecho de muerte, me miró por última vez y creí adivinar en el brillo de sus ojos, una vieja preocupación aún latente en su corazón. Le besé la frente, como diciéndole que no se preocupara, que todo estaría bien.

Qué increíble que es el ser humano, qué increíble y complejo. No sé qué habría pasado en aquel entonces si la llave estuviese puesta en la puerta. Y no sé qué hubiese pasado si mamá, antes de morir, no me expresara con un solo gesto su temor de aquella noche. Sobre todo sabiendo que las voces volvieron sin ninguna razón hace una semana y ya van tres madrugadas seguidas que me sorprendo de camino a la habitación de los niños, cuchilla en mano.

El Cuervo

El póster estaba ahí, desde tiempos inmemoriales, o al menos, eso me decía de manera inexacta mi memoria. Cada vez que abría los ojos en la oscuridad, los ojos de ese poster me miraban, me seguían, me dejaban paralizado. Y aunque quería cerrarlos, no podía, porque si los cerraba, ese ser oscuro de rostro pálido se me arrojaría encima y vaya a saber que me haría, seguramente dejarme sin sangre o cortarme hasta que la sangre se derramara sobre toda la cama.

Lo había puesto mi hermano más grande, fascinado con esa película. La historia de un muchacho que es asesinado y vuelve del más allá para vengarse, gracias a la brujería o no se qué de un cuervo. Quiso hacérmela ver más de una vez, pero me negué. Bastante tenía con tener que observarlo cada noche. 

De más está decir que me sumió en pesadillas horribles y más de una vez terminé con la cama mojada, para decepción de mis padres que no podían comprender la razón de aquel retroceso. Mi hermano, creo, en el fondo sabía que la culpa era del póster de esa película.

Una vez, sonriendo, me dijo que era una película maldita. Que el  actor principal, que a su vez era el hijo de otro famoso actor, que también había sido un luchador de artes marciales muy famoso, lo habían matado en plena filmación. 

Mis ojos incrédulos le dieron motivos para darme más detalles. Que alguien le había puesto balas de verdad a una de las armas de utilería y que en una escena de disparos, una de esas balas lo había alcanzado. No podía salir de mi asombro. ¿La gente podía morir haciendo una película? Eso abría en mi cabeza un sinfín de interrogantes, sobre las películas con accidentes de autos, de guerra, con aviones que explotan en el aire. También me dijo que tuvieron que filmar las escenas que faltaban con dobles y tomas en las que solo se ve la sombra del personaje.

Pero a pesar de todo eso que me contó, que despertaban mi curiosidad, seguí negándome a ver la película. Un par de años más tarde, el póster, ya comido en algunos bordes por las polillas y esos bichitos de la humedad largos, grises, de mil patitas, fue reemplazado por otro que tenía a Kim Bassinger. Mi hermano había crecido y sus intereses ahora eran otros. Y debo confesar, que la llegada de la blonda fue también para mí un alivio enorme. Si bien, no la veía con los mismos ojos que la veía él, su presencia era un bálsamo de paz.

La primera noche con el póster en la pared, abrí los ojos, sobresaltado y al mirar hacia ese lado, allí estaba ella, imperturbable, hermosa, haciendo gala de su figura, sin generar ningún sentimiento de miedo, de pánico, ni nada, sobre mi persona. Hacía años que al despertar en la oscuridad, no tenía esa sensación de seguridad que por unos segundos me abrazó por completo.

Pero fue desviar la mirada apenas un poco hacia el otro lado, que mis músculos se estremecieron, los vellos de la piel se erizaron por completo  y mi cuerpo se paralizó por completo, al punto de no poder tragar saliva, respirar ni poder hacer nada, absolutamente nada. Sentado, al borde de la cama de mi hermano, que dormía plácidamente, estaba él, el Cuervo, mirándome con la cabeza ladeada, una sonrisa pueril en su rostro y el impacto de bala a la altura del corazón, aún chorreando sangre espesa. Se puso de pie lentamente, se acercó hasta el poster para mirarlo de cerca, sacó la lengua – una lengua negra, sucia – y la pasó de arriba abajo por el cuerpo de la hermosa Kim, sin dejar de mirarme de reojo, apreciando mi desconcierto y horror. Me oriné y me cagué encima. Tras parpadear, el Cuervo ya no estaba. Pero si la humedad mugrienta que había dejado sobre el póster. Permanecí toda la noche sentado en la cama, con el fétido olor de mis necesidades aromatizando la habitación y la certeza, irremediable, que mi mente ya no era la misma, ni lo serían, de allí en más, las noches que tuviera por delante en mi vida.

Carcajadas

Ana fue la culpable. Entre ella y Jacinta habían pergeñado todo con un plan elaborado y meticuloso, que por supuesto, no me incluía. El odio hacia mi persona se remontaba incluso mucho antes de que me las volviera a encontrar en la empresa. Si la memoria no me falla, tenía doce años cuando tuve la desgracia de conocerlas.

Como todos ya habrán leído en las noticias, tengo un problema físico particular. Tengo dos narices. Y es algo que, supongo, es chocante para la persona que me ve por primera vez. Toda la vida me he conocido así y si bien entiendo que es una anomalía singular, no me provoca repulsión ni nada parecido. Pero he sido testigo de muchos gestos a lo largo de mi vida. Ana y Jacinta, en el patio de la escuela, reaccionaron de la peor forma: a las carcajadas. Y esas risotadas con sorna, humillantes, fueron algo cotidiano a lo largo de todo el paso por el colegio secundario, invitando a otros a burlarse de la diferencia física que tenía.

La vida con dos narices es fácil de llevar. Siempre me preguntan qué pasa cuando me resfrío. Supongo que debo hacer el doble de esfuerzo que los demás, solamente. Para mi es natural, por lo tanto, no tengo forma de saber cómo sería con una sola. Pero estéticamente, en plena adolescencia, fue un verdadero karma. No había manera que no me hicieran sentir mal. Y a pesar de tener amigos que me bancaban y alentaban siempre, sufrí mucho ese período de la vida.
Pero luego, la facultad, madurar, hacer otras amistades, conservar las buenas, el cambio de aire, otra ciudad, me ayudaron mucho en lo personal. Me recibí, hice varias pasantías y me recomendaron a una multinacional. Primero en un sector, luego en otro. Finalmente, me dieron un puesto, en la casa central.

Oh sorpresa, el destino, la fatalidad, no sé que nombre ponerle. Dos de mis compañeras eran Ana y Jacinta. La sorpresa fue más grande para ellas. El engendro del pasado volvía a ser parte de sus vidas. Fingieron tener un recuerdo vago de aquellos tiempos, hicieron ver en la oficina que me tenían aprecio, se mostraban falsamente predispuestas con mis tareas, pero solo en la empresa. Era salir a la calle y cambiar la actitud. No saludar, no hablar, no nada.

¿Me afectaba? En realidad, no. En el sentido anímico, al menos. Me daba bronca, más que otra cosa. Porque, en cosas mínimas, en lo laboral, comencé a notar pequeñas trabas. Reuniones canceladas a último momento, papeles que no aparecían por ningún lado, permisos en carpetas compartidas a través de la red que se perdían de un día para otro, mensajes que no me eran transmitidos.

Me dediqué a hacer mi trabajo, a soportar verlas sonreír con falsedad cuando se dirigían a mi persona y convivir con el destino. Hasta que salió lo de Tokyo. Un cargo, para una oficina bilingüe. Me postulé. Pero Ana también. Y allí comenzó a salir a la luz todo el odio que cargaba contra mí.

Con Jacinta hicieron todo lo posible, de forma minuciosa y silenciosa, para desprestigiar mi labor. Y lo lograron, porque misteriosamente los reportes que había confeccionado, como la carpeta de proyectos que había elevado, aparecieron con un sinfín de errores. 

El puesto fue para ella. Recuerdo aún el sonido de la botella de champagne que destaparon en la oficina para celebrarlo. Y sus risitas estúpidas. Pero lo peor de todo, lo que hizo clic en mi cabeza, fue ese gesto de brindis hacia donde yo estaba parado.

Lo que pasó, fue un acto reflejo. Como cuando uno estornuda, que se lleva el brazo a la nariz. En mi caso, al tener dos, debía tener mayor precisión. Y esa precisión es innata. Salida del edificio, calle, transeúntes, colectivo que pasa, empujón, muerte en el acto. 

El monstruo de dos narices, titularon los diarios. Y así me conocieron en la cárcel, cuando me ingresaron. No sé si fue mi aspecto, mi bronca dilatada en los ojos, el grotesco que en la secundaria daba risa, pero aquí fue un instantáneo respeto. No me puedo quedar, aún me quedan varios años, pero los demás reclusos me tratan bien. Algunos me dicen que soy como una pesadilla viviente. No los culpo. Prefiero que les de miedo y no carcajadas. Tras las rejas, uno se conforma con poco. Y eso, es algo que le debo a Ana. Eso y comprobar el famoso dicho, ese que dice que quién ríe último, ríe mejor.  

Del otro lado

Lo siguió hasta el baño para no armar una escena delante de todos. Había notado que durante la comida Héctor se había mostrado nervioso, pero el momento en el que criticó al mozo por el modo de servir el vino fue la gota que colmó el vaso. Y no de vino, precisamente.
Entró hecho una furia, buscando las palabras adecuadas, pero el baño estaba vacío. Al menos, los mingitorios. 

Se agachó para buscar los pies de su amigo por debajo de las puertas de los espacios destinados a los inodoros. Encontró las Adidas blancas en el que daba contra la pared. 

— Héctor, ¿qué carajo te pasa? Salí, así hablamos.

— Estoy cagando, Raúl.

Como para corroborar sus palabras, Raúl soltó un pedo fuerte y largo, que parecía el ruido que hacen las bicicletas cuando los chicos le ponen un broche de ropa agarrado a los rayos de la rueda.

— Bue… parece que va en serio — replicó Raúl, que entonces dio media vuelta, se abrió la bragueta del pantalón y enfiló hacia el mingitorio justo al frente. Se hizo un silencio que fue quebrado segundos después por el sonido del líquido golpeando en el cerámico.

— No sé qué te pasa – dijo Raúl elevando la voz por encima del ruido que hacía su pis – pero me tenés las pelotas al piso, Héctor. Son tus viejos, boludo. Les contestaste toda la noche mal, a tu hermana no le dirigís la palabra, a mí me respondés con monosílabos, y al pobre infeliz del mozo casi lo hiciste poner rojo de vergüenza. ¿Quién sos? — hizo una pausa para sacudir el pito – ¿Baby Etchecopar? Ponete las pilas, va de onda el consejo.

— Por qué no me chupás la… 

Otro pedo, muy fuerte, no le permitió a Raúl entender el final de la frase. Aunque no hacía falta.

— Dale, hacete el ofendido, seguro. ¿No hay papel? ¿Vos tenés papel ahí dentro, Héctor?

— Nunca hay papel en un baño público, infeliz. Siempre me traigo en el bolsillo.

— ¿Andás con papel higiénico encima? Jodeme. 

Raúl se puso a reír. 

— Bueno, dame un poco, que me meé la mano y tengo que lavarla y no hay nada para secarlas.

— Secátelas con la camisa, ya que te hace tanta gracia que uno sea precavido.

— Toda la mala onda encima, loco. Ya está, acá hay papel en el tacho de la basura… le saco esta parte que está sucia y… listo. Con esto me alcanza. Che, Héctor, posta boludo, decime qué te pasa. Te juro que me hiciste calentar. Dale, decime.

Con el revés de la mano le dio golpecitos a la puerta detrás de la que estaba Héctor. Esperó unos segundos y repitió la operación.

— Podés dejarte de joder y volver a la mesa. Cago y vuelvo. 

— Es que con la cara de ojete que tenías, tengo miedo que cuando te vayas a limpiar el culo te equivoques y te pases el papel higiénico por el rostro. 

— Te lo voy a meter en la boca al papel, con caca y todo. Además, qué te importa a vos cómo trato a mi familia. Ya fue loco, dejame cagar.

— Si me invitás a comer con ellos y después te comportás como un pelotudo, claro que me importa. Además, me cansé de tener que decir alguna ocurrencia para disimular un poco tus desplantes. Y tarde o temprano, si tu actitud viene por ahí, se los vas a tener que decir.

Héctor se quedó en silencio. Raúl estaba apoyado con la espalda en la puerta. 

— ¿Es eso, no? ¡Mirá como te conozco! No te puedo creer que por eso, estés así. Hay que ser pelotudo Héctor. Hay que ser pelotudo.

— ¿Cómo podés saberlo vos? Si nunca te arriesgás por nada.

— Que yo no tenga huevos para esas cosas no significa que no valore al que lo tiene. Si total, se los digas o no se los digas, lo vas a hacer igual. Ahora decime la verdad, esta comida… ¿la armaste para informarles de tus planes?

Silencio.

— El que calla otorga. Ok. No te animás. Bien. Comparado a lo que vas a hacer, parecería algo menor. Pero se ve que no. No te preocupes Héctor, vos cagá tranquilo, que vuelvo a la mesa y se los cuento yo.

— ¡Ni se te ocurra Raúl! ¿Raúl? ¿Te fuiste? ¡Volvé acá! ¡La concha del mono, ni se te ocurra!

Héctor buscó desesperado el papel en el bolsillo, se limpió con dos manotazos, se levantó los pantalones casi a los tropiezos y sin acomodarse la camisa, abrió la puerta. Raúl estaba de brazos cruzados, sonrisa de oreja a oreja, observándolo a dos metros de distancia.

— ¡La puta que te parió! Me vas a infartar.

Raúl se acercó y lo abrazó.

— No creo imaginarme lo difícil que es para vos confrontarlos y decirles, pero ahí voy a estar, boludo. Cómo siempre estuve con vos para todo. ¿O para qué somos amigos? 

Héctor se secó una lágrima de la mejilla. Luego fue al lavabo y se lavó las manos y la cara. Al no haber papel, se secó sin darse cuenta en el pantalón.

— Voy a cambiar de sexo. Solo eso tengo que decirles. No es tan complicado… ¿no?

— No. Va a ser más complicado para ellos procesarlo. Pero ya no es problema tuyo. ¿Estás bien?

— Si, dale. Vamos.

— Cómo voy a extrañar esta charlas en los baños públicos de hombres, no te das una idea. Lo que aprendo de vos, es increíble. Traerse el papel higiénico. Sos un adelantado. Y además, te vas sin tirar la cadena. Capo.

— Por qué no te vas a la concha de tu madre, pelotudo.

No son tiempos para Marlowe

Marlowe se hubiese cagado de hambre. Con ese pensamiento enciende la computadora cada mañana Enrico Chiessa, el otrora famoso detective privado porteño que usaban los famosos  y cuyo nombre solía salir en las revistas de chismes. Ahora, entrado en años y reemplazado en el ambiente de las estrellas por sangre joven, se dedica a casos menores que le llegan a través de las redes sociales.

Enrico descubrió, después de pasarla mal económicamente, que sus avisos en los diarios no servían de nada. En primer lugar, porque se vendían menos, y en segundo, pero no por eso menos importante, por el contrario, el punto vital en el asunto, porque la gente ahora tenía vidas de mierda y toda su existencia se reducía a lo que hicieran en Tinder, Snapchat, Facebook, Instagram o Twitter. 

No necesitaba enfundarse en un sobretodo y perseguir sigilosamente a personas por las calles de la ciudad, ni disfrazarse con pelucas y bigotes. En pantuflas, calzoncillos y camiseta, se acomodaba en su escritorio, mate cocido y tostadas a un lado, mouse del otro, y daba por iniciada su faena diaria de stalkeo, entrando a perfiles, haciendo capturas de pantalla, enviando exploits para poder acceder a cuentas de correo y creando perfiles falsos en toda red social en la que pudiera encontrar una pista.

El cambio, abrupto, lo obligó a conocer un poco más el uso de la tecnología. Más allá de pinchar líneas telefónicas o de ocultar micrófonos, su experiencia era nula. Hizo desde el curso básico de manejo de ordenadores y paquete Office, que no le sirve a nadie de nada, hasta complejos cursos de programación y uso de las redes sociales en modalidad de community manager. Allí fue que conoció a Lara, una jovencita de veinte años, cabello negro, ojos pintados de negro, labios pintados de negro, largos vestidos del cuello a los pies también negros. En realidad, ella lo conoció primero a él. Una tarde que la abordó, con la sola intención de saludarla, Lara, sin levantar la cabeza de su celular, le dijo:

– Sesenta y ocho años, detective privado, tiene una operación del corazón, no fuma desde hace quince años, separado dos veces, tres hijas a las que ve una o dos veces por año, sin pareja actual, tiene un vecino malabarista al que odia y la última mascota que tuvo se le escapó por la ventana. Una causa pendiente con la justicia, por una denuncia de un famoso cantante. Si me toca, me dice un piropo, o amaga tan solo a invitarme a salir, alrededor de diez gigas de información sobre su pasado y cosas que ha hecho, saldrá a la luz de inmediato, afectando a la reputación de su familia.

Desde entonces, ella es su hacker en las investigaciones y quién le consigue la información más jugosa. No puede quejarse, hacen un buen equipo, por más que si se atrasa en hacerle la transferencia de dinero por su trabajo, ella vuelva a recordarle los diez gigas comprometedores. En el fondo, sabe que ella lo aprecia. 

Ser detective en los tiempos que corren, no solo lo obligó a actualizarse, sino que también lo hizo aumentar unos quince kilos. Ya no camina ni se pasea por la ciudad, a la que observa cada día por la ventana de su departamento en un octavo piso y que visita muy poco, solo para hacer las compras básicas para sobrevivir. Podría decirse que hace full home working, tan en moda últimamente. Se ríe de solo pensarlo, pero solo para no llorar.

Con resignación, moja las tostadas de a una en el mate cocido y se las lleva a la boca. Su trabajo solo se complica cuando la velocidad de internet está lenta. Se podría pensar que en plena pandemia, con la gente sin poder salir demasiado, las infidelidades se han reducido y el trabajo de detective mermado, pero no es así. Los cuernos en lugar de la oficina o en el asiento de atrás del auto, se ponen ahora en la habitación de al lado, o desde el celular, sentado en el inodoro. El ser humano no cambia, los celos siguen existiendo y si bien está cómodo en su casa, sin que nadie lo moleste, su trabajo, como la vida de los demás, se ha vuelto la bosta misma. Y si, no lo duda: Marlowe se hubiese cagado de hambre.

Cronómetro

Cuando de niño se lanzaba corriendo barranca abajo en dirección al río, solo soñaba con una cosa: ser la persona más rápida del planeta. El viento contra el rostro, el vértigo de las ramas y desniveles en el suelo quedando atrás a gran velocidad, junto a la fragilidad de sentirse vivo y al borde de la muerte al mismo tiempo, se convertían en su razón de ser.
En la escuela sufrió el aburrimiento de las clases de educación física, donde las rutinas se hacían repetitivas y correr era tan solo una de las actividades. Pero en el barrio encontró la manera de poder hacer aún más divertido lo que tanto le gustaba. Carreras por dinero.
Durante años compitió en la clandestinidad de las calles de su ciudad. Le gustaba mucho cuando llegaba un desconocido y al verlo tan joven, lo retaba por mucha plata. Más le gustaba cuando tras la paliza, veía el rostro furioso del derrotado. El cronómetro no mentía, sus piernas eran más rápidas que las de cualquier otro.
Tenía quince años cuando apareció Lamberti. Era un tipo que vestía bien y que cualquiera podría pensar que se trataba de gerente de un banco o una empresa. Pero Lamberti era un buscatalentos. Trabajaba para la comisión olímpica del país y recorría cada provincia siguiendo rumores o noticias sobre atletas fenómenos que no sabían ni siquiera que lo eran. Incluso, en algunos ámbitos, se rumoreaba que las competencias en clandestinidad las impulsaba el propio Lamberti, con el deseo de hacer salir de dónde fuera a los futuros representantes nacionales en las competencias más importantes del mundo.

– Así que usted, Pedernera, es el que llaman “Piernas de fuego”.

– ¿Quién me llama así?

Lamberti le explicó cuál era su trabajo y lo que se propondría con él. La ecuación era simple. Con un entrenamiento de alto nivel, el sueño de convertirse en el hombre más veloz del planeta, podría convertirse en realidad. Trabajo, constancia, sacrificio. Eran palabras que el joven no podía asimilar. ¿Era un trabajo correr? ¿Constancia para hacer lo que deseaba más en la vida? ¿Sacrificio era sinónimo de placer? Algo no cuajaba entre el discurso y su realidad. Así que le preguntó algo básico.

– ¿Voy a ganar dinero con esto?

El buscatalentos se frotaba las manos con alegría. Había encontrado una verdadera aguja en un pajar, no necesitaba demasiadas pruebas. Le bastaron cinco o seis carreras bajo las farolas de la calle para, cronómetro en mano, registrar tiempos fuera de lo común. ¿Si iba a ganar dinero con esto? ¡Ambos iban a ganar dinero con esto!

El adolescente volvió a su casa entusiasmado, preparado para hacer el bolso y partir al día siguiente con Lamberti para comenzar las pruebas en un centro de alto rendimiento deportivo, a unos kilómetros de distancia. Pero sus padres pusieron el grito en el cielo. ¡De ninguna manera! ¡No vas a ir a ninguna parte! Fue un escándalo, con gritos y platos rotos. El chico se marchó igual y los padres, lloraron abrazados en silencio durante gran parte de la noche.

Las primeras pruebas fueron de velocidad. La pista que tenía por delante no se asemejaba a ninguna barranca ni calle que hubiese visto antes. Aquello era maravilloso. A la orden de Lamberti las piernas lo lanzaron al recorrido como una bala se lanza hacia su víctima. Increíble. Todos los presentes quedaron con la boca abierta, incluso los otros atletas que estaban concentrados en sus rutinas de entrenamiento. El pibe Pedernera había hecho el recorrido más rápido que nadie, batiendo el récord de la pista. 

En cada salida, el tiempo se iba bajando. Era inaudito. Imposible no imaginarlo en lo alto del podio, el himno nacional sonando en el aire y la medalla de oro en el pecho. El muchacho podía darse cuenta de lo impactados que estaban todos.

Luego fueron a otro sector del predio, que se parecía más a una clínica que a un centro deportivo. Allí, le informaron, le harían todos los estudios médicos.

Esa tarde se la tomaron libre, y Lamberti, casi como a un hijo, lo llevó por la ciudad, mostrándole lugares turísticos e históricos. Por la noche, volvieron al completo deportivo, dónde le habían preparado una habitación. Descansó como nunca, con la tranquilidad de un campeón.

Se levantó temprano y como se lo imaginó, la pista estaba vacía. Corrió durante dos horas, en total soledad. Nunca se había sentido tan bien. Lamberti entró por una puerta lateral, con una carpeta en la mano. Venía mirando unos papeles y caminaba muy rápido. El pibe se acercó para saludarlo. Lamberti, en cambio, le arrojó la carpeta por la cabeza.

– ¡Un cronómetro! ¡Tenés un maldito cronómetro en lugar de un corazón! ¿Qué carajo sos, pibe? ¿Quién mierda te hizo eso? ¡Es imposible que compitas, no sos humano, sos un…humanoide!

El taxi lo dejó en la puerta de su casa. En la puerta, sus padres lo esperaban con caras de tristeza. No necesitó decirles nada. Lo rodearon con abrazos y los tres lloraron en silencio. En algún momento debían decirle la verdad. Lástima que la vida fue más veloz que ellos para dar la noticia.

Lo no dicho

Misopedia. Así la define la ciencia. Es una fobia, la aversión hacia los niños, especialmente los bebés. Es lo que le diagnosticaron a mi abuela cuando nació su hija, mi mamá. De más está decir que su infancia fue un calvario, que nunca tuvo el afecto que todo niño o niña necesita.
Pocas veces me ha hablado de su niñez, pero cuando lo ha hecho, su rostro se ha transformado en una sombra, en una especie de máscara fingida creada para ocultar las lágrimas y el sufrimiento. Su papá, mi abuelo, al que no conocí, fue la única persona que la acompañó en el aprendizaje, llevándola a la escuela, en sus juegos, alimentándola, vistiéndola. Su madre… fue un ente durante esos años. Se iba temprano de la casa y volvía por la noche. Hasta que mi mamá llegó a la adolescencia y el trato cambió. De a poco, no sin momentos de tensión, se hicieron amigas y el rencor quedó atrás. 
Mamá no me lo dice, pero siempre dudó de tener hijos por miedo a lo que pudiera pasar. Había vivido un rechazo en primera persona y no la quería para su hijo o hija. Pero llegué yo y su madre no le demostró ninguna actitud que la hiciera pensar en que aquello que ella había atravesado, también me afectaría a mí.
A sus ojos, y el de todos, se convirtió en la abuela amorosa, sobreprotectora, compañera y con tendencia a malcriar a su única nieta. Creo que eso significó para mamá un enorme alivio, un peso que tenía prisionero en el corazón. Un deseo que anhelaba, por el que rezaba cada noche. 
Pero hay cosas que son imposibles. O que preferimos ignorar. Los milagros no existen. Los rezos no sirven. Y una persona que odia a los niños los seguirá odiando hasta caer en la tumba.
Recién tomé conciencia del miedo, a los tres años. Mis primeros recuerdos tienen mucho color rosa. La habitación de mi infancia estuvo pintada así un largo tiempo. Mi abuela se asomaba por encima de la baranda de la cama y dejaba caer sobre mi cuerpo juguetes, peluches, lo que tuviera a mano. Lo hacía con una mueca de odio que me aterraba. Cuando quedaban evidencias de su ataque, algún moretón o marca, mentía con descaro. ¡Y yo no podía decir nada! No necesitaba amenazarme. Solo yo veía el brillo de maldad en sus ojos, mientras se lamentaba con mamá por no haber prestado mayor atención.
Recuerdo como si fuera hoy cuando, ya unos años más grande, pasé una tarde en su casa. Siempre lograba convencer a mamá de no quedarme, pero por algún motivo, esa vez no pude. Me llamó la atención que había gatitos en el living, porque sabía que no le gustaba ningún tipo de animal. Se paseaban a sus anchas por los sillones. Me pidió que los pusiera en una caja de cartón y se los llevara a la cocina. Escuché el ruido del agua y pensé que le daríamos un baño. Pero ante mi incrédula mirada, los fue arrojando dentro de la olla que había puesto al fuego. Aún hoy escucho en mi cabeza los desgarradores alaridos retumbando dentro del recipiente de metal.
Logré borrar muchos otros recuerdos, tratando siempre de no romper la armonía familiar. Jamás le dije palabra alguna a mamá. Jamás le diré. Ella guardó su sufrimiento para que no me afectara y yo guardaré el mío, con el mismo fin. Al fin y al cabo, ambas somos víctimas de la misma persona. 
Tampoco le diré lo que pasó esta mañana. La abuela a pesar de la artrosis, siempre fue obstinada y no quiso ayuda en su casa. Se sorprendió al verme, vestida con la ropa del colegio. Pero mi excusa era real. Se aproximaba mi cumpleaños de quince y necesitaba hacerle saber que ella no estaría presente. Pero no era mi intención decírselo apenas abriera la puerta. Cada mañana desayunaba en la planta alta. Pidió que la siguiera. Si tenía que decirle algo, sería mientras tomaba su café con medialunas, que sabía muy bien, no me iba a ofrecer. Le dejé mi recado de manera concisa. Me miró con ojos de bruja, que sin hablar, decían claramente que “eso estaría por verse”. Me invitó a retirarme. Dejé que pasara primero. Y luego la empujé. Cayó todo a lo largo, golpeando repetidamente contra los escalones y la baranda, hasta quedar destartalada en el piso. La dentadura voló debajo de la mesa ratona, mientras la sangre que salía de un corte en la cabeza comenzaba a teñir la fea alfombra color natural que decoraba la sala.
Fue el último secreto entre ambas. Y por primera vez, el silencio de lo no dicho, me hizo sentir feliz.

Restos de una fiesta

¿Qué son esas guirnaldas, ese papel picado? ¿Pancartas pisoteadas y olvidadas, tras un uso tendencioso? ¿Y aquellos barbijos abandonados a merced del polvo y el viento? ¿A quién responden esos panfletos arrojados por todas partes? Esas pintadas en aerosol clamando libertades robadas, insultando apellidos, denunciando barbaridades. Ecos que aún resuenan, de voces incoherentes.

Anoche hubo fiesta en la calle y los vestigios quedan. Atestiguan sin hablar sobre pequeños grupos que descreen del bienestar colectivo y marchan en contra de la lógica. 

Romualdo usa barbijo, guantes de latex, overol de trabajo y con su escobillón ancho va llevando la mugre hacia diversos montoncitos que luego irá recolectando.

Ya se imaginaba con lo que se iba a encontrar antes de salir de su casa. Había mirado algo de televisión previo a acostarse y después en el bondi, camino al depósito, viajó acompañado de la radio, que a través de los auriculares le iba presagiando los restos que tendría que limpiar.

Silba un tema de los Redondos, mientras empuja con fuerza el escobillón contra el borde de un cantero en la 9 de Julio. Tiene a su espalda el inmenso símbolo de la capital del país, pero no lo conmueve. Se ha cansado de pasar amaneceres barriendo a su lado. Que por el festejo de un partido de fútbol, que la marcha contra aquello, que la marcha a favor de esto. Y salen, marchan, cantan, gritan, insultan, lloran, y dejan el tendal. Y allá va Romualdo, bien temprano, junto a otros laburantes. Pero no se queja, porque es su trabajo. Y respeta cada manifestación. ¿Estamos en un país libre, no?

Pero el contexto es otro, la enfermedad de mierda del COVID ya se llevó un par de familiares en el Chaco, de los que no pudo despedirse. Y no concibe que gente sana salga a exponerse de tal manera porque descree de la enfermedad. Es como que él saliera a manifestar en contra del bono de fin de año porque no lo ve nunca. Existir, existe, en su caso tiene la mala suerte de no recibirlo. Esta gente, al contrario, tiene la buena suerte de contraerlo.

Pero cómo quejarse de un grupo de personas de a pie, como uno, cuando imbéciles de mayor peso, como los presidentes de Estados Unidos y Brasil, instan a la gente a no cuidarse, a que crean que el virus es la nada misma. Y después se enferma el brasileño, para ser el perejil mais grande do mundo. Aunque ojo, como le dijo a su mujer apenas se enteró, no vaya a ser que sea todo una actuación para salir indemne y decirle a todo el mundo que es una gripecita. ¿O no usó una treta parecida para ganar simpatizantes antes de las elecciones? Cuando lo apuñalaron no iba ni cuarto en las encuestas.

Le dan bronca muchas cosas pero más que nada, la falta de empatía por los demás. La gente vive mirándose el ombligo y las causas ajenas le son indiferentes. Las causas nobles. Porque después, las que imponen los medios de comunicación, esas son sagradas. Y no hay mucha capacidad de discernir. Ni pensar por uno mismo. El raciocinio no es una virtud de nuestros días. 

No es que Romualdo se sintiera un intelectual, pero le bastaba aprender a mirar para comprender muchas cosas. Como esa avenida atestada de restos de una fiesta repleta de odio, que de a poco iba quedando limpia. A veces es cuestión de paciencia, de hacer algo por el otro, de cumplir un rol en la sociedad. Más cuando está la salud en juego, no solo la propia, sino de todos los que nos rodean. Aunque cueste, aunque no pensemos igual. Por una vez, sueña Romualdo, por una vez tiremos todos para el mismo lado.

Todo era ella

Cada vez que sonreía me encandilaba, lograba sonrojarme de una manera que detestaba, porque quedaba expuesto ante los que me rodeaban. Pero era inevitable. Creo que estaba enamorada de ella desde que tenía doce o trece años. Desde que comencé la secundaria, duro ciclo de la vida para la gente tímida. Vaya si lo recuerdo. Creo que la mayoría de los traumas que uno asume en su existencia tienen origen en esta etapa. Pero apareció ella y dejé todo lo demás a un lado.
Era como vivir dos vidas, una, en la que era el chico pre adolescente que se juntaba con su barra de amigos, iba a la escuela, hacía las travesuras que cualquiera de la misma edad haría, volvía a su casa, discutía con sus padres por los motivos que fueran (porque no había temas puntuales para discutir, en realidad, nunca los hay, es solo desatar esa furia que no nos gustar retener dentro) y trataba, a su manera, de ser feliz.
En la otra, todo era ella. Mis ojos eran suyos, los oídos, sentimientos, sensaciones, cada palpitación, cada suspiro. Cuando estaba con mis amigos, mis pensamientos se escapaban a su lado mientras el cuerpo corría como un autómata detrás de una pelota en el potrero de la esquina. En la escuela, su rostro y voz se confundía entre las matemáticas, los pizarrones escritos con tiza, la historia de los próceres y las montañas más altas del mundo. Más de una vez el profesor a cargo de la clase pronunció mi nombre en voz alta devolviéndome al aula, a la fila de pupitres y las carcajadas generales que me dejaban rojo tomate. Y en casa, aquellas discusiones con mis padres solo terminaban cuando, cansado, solo quería irme a mi habitación a pensar en ella. Y, a mí manera, era feliz.
¿Cómo no soñar con un amor imposible cuando se es chico? ¿Cuándo sino? Después crecemos y creemos una y mil veces encontrar el amor, pero nos engañamos continuamente solo para no estar solos, y en nombre del amor, cometemos mil locuras y nos condenamos a otras tantas. Pero el amor imposible, el verdadero, ese que nos apuñala el corazón con dureza, que nos acorrala en sueños, que no nos permite sacarnos de la cabeza cada contorno de su cuerpo, que nos afiebra en la soledad, que nos acompaña en la oscuridad, que nos somete a llantos reprimidos, que nos produce un malestar de estómago que algunos confunden con mariposas, ese amor imposible, solo se vive una vez, cuando aún somos inocentes.
Y en ese entonces, estaba perdidamente enamorado de ella. Tanto que me solía escapar por las tardes para verla, aunque ella no lo supiera. A veces, no podía esperar a que sonara el timbre de salida del colegio y me escabullía en la última hora. Otras, no aparecía por casa y caía recién al atardecer, sabiendo que mamá y papá estarían preocupados, telefoneando a los padres de mis amigos. No importaban los retos, ni los castigos. Uno vive por lo que sueña y sufre por lo que cuesta. No necesitaba clases de filosofía para entenderlo. Todos tenemos un instinto natural que lo sabe.
Aquel amor duró un par de años. El final fue abrupto, doloroso. Lo imposible fue aceptarlo. Busqué muchos culpables, la economía, las políticas del país, el poder adquisitivo de mis padres, pero fueron formas de seguir engañándome. La culpa, toda la culpa, era mía. Más allá que mi abuela no pudiera seguir pagando el canal de cable, que ya no pudiera escaparme cada tarde para verla conducir aquel programa para niños, que a partir de entonces solo pudiera aferrarme al recuerdo de su imagen, que mis padres se negaran a contratar el servicio, la desazón y angustia fueron mochilas que decidí cargar sobre mi espalda el mismo día que me enamoré de un alguien inalcanzable.
Con los años, fue perdiendo su rostro, su voz, su encanto. Y desde entonces, traté de remediar lo imposible con amores posibles, seres tangibles, mujeres reales. Pero ninguna se acercó jamás a ella. A pesar de todo, he simulado ser feliz en cada caso. Y con eso, me contento.

Visita

El timbre sonó con cierto temblor. Me sorprendió abrir la puerta y encontrarme con un hombre muy viejo, todo temblequeando. Creo que, internamente sonreí al hacer la comparación entre el sonido que hizo el timbre con la forma involuntaria que el cuerpo del anciano se movía. Me voy a ir al infierno, pensé. Al hablar, también su voz parecía atravesar una calle repleta de baches. El tono subía, bajaba, se perdía en silencios y luego volvía, en forma de un silbido.
– Señor, no le entiendo – le dije y cuando me disponía a cerrarle la puerta, la detuvo con la mano.
Ahí fue cuando ví la cicatriz. La que de pequeño me hice con una copa de cristal. Mi mano, su mano. Podía verlas, iguales, una sobre piel tersa, la otra sobre piel manchada y arrugada. Me estremecí, al tiempo que veía que su boca se esforzaba por decirme algo.
– Siempre el mismo boludo, vos – soltó de un tirón, para luego darse vuelta y con paso vacilante, perderse en la esquina.

Patito de goma

Siempre me dieron escalofríos los patitos de goma. Me dirán que es una estupidez temerle a un objeto de goma pequeño e inofensivo. Sin embargo, he visto en esos ojos pintados de manera asimétrica una mirada nefasta, una chispa de maldad escondida tras la fachada de un juguete para el agua.
El único recuerdo que guardo de mis primeros años de vida, es cuando el patito de goma me fue empujando hasta el borde la bañera, al punto de hacerme golpear la cabeza y hundirme para morir… si no fuera por mi madre, que sacudiéndome y posteriormente, retándome por hacerme el gracioso, salvó mi vida.
Hoy he visto uno en una vidriera y puedo jurarles que el hijo de puta me mostró la lengua. Así de nefastos son.

Demorando

Llegué y ella no estaba, pero la hornalla estaba encendida y encima, tenía la olla. Se podía sentir el agua hirviendo. Supe que no estaba porque faltaba la moto y cuando la moto faltaba era porque ella no estaba. Pero la hornalla estaba encendida y encima, tenía la olla. Me acerqué, pero no me animé a levantar la tapa. Tenía que levantarla para ver qué había dentro, pero ese era el punto. Yo sabía que había dentro. Porque la moto no estaba, ni ella, y la hornalla encendida tenía encima la olla. Y aún peor, era consciente que si levantaba la tapa, mi mundo acabaría en ese mismo instante. Entonces, demorando la muerte, mi muerte, me senté a la mesa, apoyé la cabeza contra el mantel y me largué a llorar.

Correr

Una vez en la calle, solo había que correr. Muy rápido, sin detenerse. En las esquinas había que cobrar valor y cruzar sin importar si el semáforo estaba en verde o en rojo. Apretar los dientes, entrecerrar los ojos y dar zancadas largas y seguras. Correr a pesar de que el corazón pareciera a punto de explotar. No mirar atrás. A ningún lado en realidad. Concentrarse. Pensar solo en el objetivo. En aquel edificio a dos cuadras, en su puerta de vidrio de cerradura antigua, en las llaves en la mano, en los dos pisos a subir a pie por escalera, en el departamento de una habitación, cocina y baño, pero por sobre todas las cosas, en el baño y que por la santísima intersección del señor y la virgencita estuviera vacío, porque si no…

La ventana

En el edificio de enfrente se veía una ventana siempre iluminada, sin importar la hora. Se había acostumbrado a observarla desde su ventana, mientras se tomaba un café. Jamás había visto a nadie, solo el interior iluminado. Paredes blancas, sin adornos.
Una madrugada al levantarse para ir al baño vio desde su ventana a alguien en la ventana del edificio de enfrente, de pie, mirando hacia afuera, con un pocillo en la mano. Hubiese jugado que llevaba su mismo pijama. De repente, la luz que siempre había iluminado aquel espacio en su vista exterior, se apagó. Y en la oscuridad, ya no pudo ver esa silueta.
Desde entonces, la luz siempre está apagada. Se está acostumbrado a observarla desde su ventana, mientras se toma un café, esperando que alguien encienda la luz.

Más alto

El juego era sencillo. Se elegían dos árboles vecinos y se sorteaba el que le tocaba a cada uno. La trepada era de a una rama a la vez. Las primeras eran fáciles, luego se volvían más inalcanzables, más frágiles. Y cuando uno de los dos dudaba, el otro gritaba ¡Más alto! y había que subir una más. Cuando uno no podía o temía seguir escalando, el otro ganaba. El juego eran sencillo. Y al principio fueron raspones. Pero luego uno de nosotros se quebró un brazo. Y sin embargo, no claudicamos. Hasta que se mató Enrique. Esa fue una última vez. Lo enterramos y cuando volvimos dijimos que se había vuelto solo, mucho antes. Lo buscaron quince días y lo dieron por desaparecido. Hoy lo confieso.
– ¡Más alto! – dijo el oficial, que se esforzaba por escuchar y el hombre que interrogaban saltó sobre el escritorio.

Sin razón

¿Para qué? ¿Cuál era la razón? Si allí no quedaba nada. Una fachada, una calle, colores escondidos detrás de colores nuevos.
No había rostros amigos, ni siquiera los árboles de la calle, jóvenes, de raíces tiernas, aún endebles. Hasta las baldosas eran otras. Las de ahora no me habían pelado las rodillas de niño. No me conocían. No me añoraban, como yo a las antiguas. Como yo a todo lo que había quedado atrás. ¿Para qué? ¿Con qué razón mis pasos me llevaron hasta aquel lugar? ¿Por qué creemos que el pasado es un refugio, un lugar mejor?
Por miedo, sin dudas. Por temor a lo desconocido. Sin embargo, el ayer ya no existe y lo que queda, no nos pertenece.
Me fui, dolorido. La mirada errante, empañada. Y vuelvo… ¿al presente, al futuro que me preocupa? Quién lo sabe. Quizá el tiempo es una ilusión y nosotros, malos magos que no podemos descubrir el truco.

Norteño

Vestía ropas que siempre estaban fuera de estación, así que era común verlo en pantalón corto, sandalias y remerita en pleno invierno, y con sobretodo, gorro de lana y bufanda en verano.
Cuando te cruzaba en la calle, te saludaba en francés. En los comercios, pedía las cosas hablando en inglés.
Se jactaba de las sucursales de las grandes cadenas multinacionales de gastronomía y no pisaba ni por equivocación la parrilla de don Alfonso, en la esquina de su casa.
Es que soy del primer mundo, decía en un idioma que por más que él lo creía, no manejaba muy bien. Ayer lo internaron por neumonía. Parece que su recuperación is very dificult.

No tan bien

Volví con mi hija, indignado. Como buena adolescente, decía que no quería pasar vergüenza. Ni bien llegar, le presenté mis quejas. La peluquera se encogió de hombros: «La verdad que no me di cuenta en su momento. Se ve bien, pero podría verse mejor» dijo con indiferencia, sin dejar de cortarle el flequillo a una clienta.
No salía de mi asombro.
– ¡Le cortó la oreja!
– ¿Y ella la quería larga?
– ¡No! ¡La quería donde siempre!
– Ahí está el cesto – me señaló – si la encuentra, llévesela.
De una patada lo volqué. Además de cabello, rodaron por el suelo al menos una docena de orejas. Le indiqué a mi hija que buscara la suya. La vi dudar.
– ¿Me puedo llevar esta? Me gusta más.
A regañadientes, se lo permití. Mirá si al final, el ogro terminaba siendo yo.

Querida

El correo electrónico llegó exactamente hace un año, justo cuando estaba por cerrar el navegador. Me detuve y lo abrí. El asunto me llamaba la atención: «Querida». ¿En femenino? ¿Error de tipeo? Había un texto muy escueto.
«Soy Kimala Omumu de Antolopia y tengo un millón de dolares para vos, querida.»
Entre Alejandro y Alejandra hay solo una letra, así que les respondí firmando con este último, diciéndole: «Hola Kimala, te leo atentamente».
Y aquí estoy ahora, un año después, en un aeropuerto de Costa de Marfil, esperando en una sala de detención, por un arma en la valija. Maldito Kimala, no solo me estafó, sino que en plan de venganza, hace seis meses que recorro África tratando de dar con su paradero. Cada día que pasa siento con mayor fuerza que, detrás del hijo de puta ese, se encuentra algún Juancito de Villa Devoto. Pero prefiero seguir engañándome y perseguir una venganza imposible a reconocer una derrota ineludible.

Moneda

Una moneda de bordes dorados. Un rostro en una cara, un monumento del otro. El valor imposible de distinguir. Derruida. Olvidada.
La encontró debajo de viejas valijas, en el sótano de una casa que iba a ser demolida. Deshabitada, perdida en el tiempo. Con algo de antiguo mobiliario, echado a perder. Se la puso en el bolsillo antes de echarse a dormir en el sofá cubierto de tierra. Era una suerte haberla encontrado.
Afuera las máquinas se pusieron en marcha. Las primeras paredes cayeron cuando comenzaba a dormitarse. Estaba tranquilo. Ahora tenía con qué pagarle al barquero.

Alfombra

En la casa de mi abuela, ni bien se abría la puerta de la cocina, había una alfombra roja. Era una alfombra fea, rústica, siempre sucia, pero de un rojo impoluto. Recuerdo que de niño había sugerido quitarla del lugar y como respuesta recibí un cachetazo en la cara. Como esos aprendizajes son los que más dejan secuelas, jamás volví a mencionarla.
Hasta hoy, que tras treinta años regreso a la casa, para concretar su venta. Está vacía, sin amoblamientos, las paredes recién pintadas. Le pregunto al albañil que estaba terminando de arreglar una pared, que por qué no han quitado la alfombra. El hombre con desconfianza, preguntó qué alfombra. Se la señalé. Eso es sangre, me dice. Sangre que incluso ha traspasado el nuevo piso de cerámicos que han puesto.
Y no pregunto nada más. Total, la casa ya fue vendida.

Presencia maligna

Tengo miedo. Mucho miedo. Me he asomado a la ventana y lo he visto. Temo que el movimiento de la cortina me haya delatado. Escucho sus pasos fuera, me imagino su cuerpo al acecho, olfateando, escuchando, tratando de encontrar la manera de llegar hasta dónde estoy. ¡Hay ruidos en la puerta!
Contengo la respiración, al extremo de palidecer. Siento que el sonido galopante de mi corazón desbocado atraviesa la pared y que tarde o temprano me delatará.
Cierro los ojos e inhalo, luego exhalo, inhalo, exhalo… me mantengo así un tiempo indeterminado. Solo sé que al volver a mirar, pude finalmente respirar. El cobrador ya se había ido.

Olvidos fatales

Sufría una rara enfermedad en la que olvidaba cosas muy puntuales. Entre ellas, cortarse las uñas. Las del pie lo recordaba cuando al querer ponerse una zapatilla, no había manera de entrase.
El problema era las uñas de las manos. Parecían cuchillos afilados, que revoleaba de un lado a otro, sin percatarse del tamaño. Fue así que hirió de gravedad a un oficial en la entrada de un banco y que, al ser apresado, le sacó un ojo a otro.
Por supuesto, en el juicio abreviado no le creyeron lo de la enfermedad y en la cárcel lo primero que hicieron fue cortarle las uñas. Más de uno con el mismo cuento, las ha usado en el pasado para acuchillar a otro.